Si mi abuela Cacán Belliard estuviese viva, no podría creerlo. Ella, que nació en los albores del siglo XX y se marchó de este mundo en los inicios del presente siglo. Ella, que con asombro infantil me contaba lo que a su vez le contaba su madre acerca de  “gente que prefirió ahorcarse antes del paso del cometa Halley”. Ella, que bailó danzones con Roquetán y se atrevió a divorciarse en un tiempo en que las mujeres ni siquiera tenían derecho al voto; que vivió de la sumisión al asco los treinta años de la dictadura trujillista y todo el largo retazo de acontecimientos sucedidos luego de la caída del sátrapa. Ella que jugaba bingo con sus amistades en las tardes plácidas de un Mirador Sur todavía exento de atracos, tiros por los aires y ruido de motoconchos; ella, que al final de sus días seguía creyendo que, a pesar de todo, “hay que vivir para ver”. Ella, caería dura de la turbación, perplejidad y total negación si se enterara de cuán aceleradamente ha cambiado el mundo, y en particular, la República Dominicana, desde su muerte, diez años atrás.

Por ejemplo, hace poco vi algo que sin necesidad de contar con los casi 100 años que estuvo a punto de cumplir mi abuela, me dejó con la boca abierta: un joven dominicano subió a su cuenta de Twitter un puñado de divertidas fotos que testimoniaban su estadía en un lugar muy peculiar. Como se supone que las redes sociales y las aplicaciones gratuitas como Instagram tienen como objetivo ayudarnos a compartir casi todo lo que pasa en nuestras vidas (bodas, bautizos, cumpleaños, divorcios, nacimientos, muertes, viajes, opiniones, sentimientos, logros, estupideces, pérdida de tiempo, etc), el joven en cuestión, no sé si pensando en sí mismo o en sus seguidores, amigos, relacionados y para nada relacionados (como yo), plantó varias imágenes tituladas de la siguiente manera:

“Aquí con los tígueres” (foto del joven detrás de las rejas, pose y mirada retadora, acompañado de tres jóvenes más, dos de ellos extremadamente escuálidos y ojerozos, y el otro, con un vaso lleno de un líquido rojo, en las manos).

“Lo que hace el aburrimiento” (joven jugando parché junto a unos compañeros de celda cuasi desnudos).

“Cena de fin de año en Najayo Hotel Jail Resort” (foto de un suculento club sandwich junto a una botella de refresco rojo).

“Tripeando en Najayo Hotel Jail Resort” (foto del joven con su novia, ambos muy sonrientes).

Y mejor no sigo. ¿Por dónde arrancar en el intento de despejar el asombro? Antes que nada, me equivoco al catalogar de divertidas estas imágenes. Por el contrario, hay una atmósfera densa y triste en ellas. Aunque el primer impulso, el más racional en apariencia, sería calificar de sinverguenza al joven en cuestión, sabemos que nadie, por más que quiera aparentar lo contrario, desea ir a parar con sus huesos, su Iphone e Instagram a este hotel de encierro tan ligera, y aún así, nefastamente llamado “jail resort”.  ¿Qué es entonces lo que le mueve a no quedarse fuera del Gran Todo Colectivo y su afán por diseminar desde lo más sublime y sagrado hasta lo más grotesco y vergonzoso? ¿Se trata de una inclinación enfermiza o ingenua hacia el figureo o una forma post moderna de fina burla y cinismo? ¿A quién culpar? ¿Al tiempo en que nos ha tocado vivir, diciendo como los evangélicos que pululan por los autobuses de la OMSA: “¡Son los fines!”, a las autoridades carcelarias por su selectiva tolerancia, o sería mejor, no culpar a nadie, ni asombrarnos de nada? ¿Habrá una historia personal psicológicamente conmovedora y trágica detrás de semejante comportamiento? ¿Estamos ante un fenómeno global del espectáculo y el exhibicionismo por encima de cualquier sentimiento moral? ¿Hemos llegado al suma plus ultra del consabido “na e’ na”, y por tanto, ya es igual dentro que fuera, es decir, que da lo mismo estar en la cárcel jangueando con lo’ tíguere, que sentados en el parque bebiéndose un refresco? ¿Es esto una muestra de la conversión de lo carcelario/represivo en mera y libertaria puerilidad? ¿Vivimos bajo la consigna de que todo es diversión? ¿Son estas imágenes gratamente compartidas un símbolo inexorable de una debacle colectiva o se trata de algo normal en nuestros días, y la que anda tan desfasadamente azorada como lo estaría mi abuela, soy yo?