«Vine a La Laguna a administrar una mina que me heredaron», me dijo rulfianamente Nagore, una prima que acababa de conocer. Había cambiado la dicha gris de Bilbao por el aburrido calorón de Torreón sólo para hacerse rica en el negocio de la plata.

Marcos también llegó a Muérdago para explotar una mina, respondí tratando de alargar la charla, pero ella ya se había levantado de la mesa en busca de pan. ¡Claro!, tenía que haberle dicho que el Negro Marcos era una invención de Jorge Ibargüengoitia. El mero apellido del escritor, dramaturgo y periodista era un guiño a su lejana tierra digno de todas las atenciones, me reproché.

Pero qué tanto tenían en común Marcos y Nagore, me preguntaba, en lugar de socializar con los demás invitados de la reunión. «La historia que voy a contar empieza una noche en que la policía violó la Constitución», comenta Marcos al inicio de la novela Dos crímenes. En efecto, él y su novia la Chamuca festejaban cinco años de vida en común cuando los ‘guardianes del orden’ irrumpieron en su apartamento y, sin sustento alguno, los acusaron de terroristas, de guerrilleros. Milagrosamente escapan y por eso él va donde su tío, un hombre enfermo y “pudiente” al que le propone explotar una mina inventada, la Covadonga. Y la de Nagore como se llamaría, ¿la Begoña?

Jorge Ibargüengoitia era alto y gordo. Pese a ser un escritor muy popular, tenía fama de antipático con sus admiradores. El 22 de enero pasado hubiera cumplido 90 años, pero como sabemos, murió en un accidente aéreo en Madrid. El avión que lo llevaría a Bogotá a un encuentro de escritores (convocado por Gabo) explotó en las pistas de Barajas, apenas tenía 55 abriles.

Ahora bien,  la llegada de Marcos resulta más que inoportuna para su parentela, que sólo esperaba la muerte del tío Ramón (el hombre más rico del condado) para repartirse la jugosa herencia y decide, como buen pícaro, pelear por su parte, que será mucho más cuantiosa que la ficticia explotación de la creolita. ¿A Nagore le aburría mi plática o hablar sobre su nuevo oficio? En Bilbao era profesora de música. Cuando lo dijo, la vi tocando el chistu, esa especie de flauta con la que los vascos expulsan notas tristes a la orilla del mar.

La familia de Ibargüengoitia también tenía lo suyo. No conoció al padre, que moriría ocho meses después de su nacimiento, por eso vivió en la casa de los abuelos maternos, rodeado por puro personal femenino: «Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara». Confiesa en alguna de sus crónicas.

Así es, abandona la ingeniería e ingresa a la literatura por la puerta del teatro. Su maestro fue Rodolfo Usigli (considerado el padre del teatro mexicano moderno) y aunque escribiera bastantes piezas, no se siente cómodo en ese género: « Tengo facilidad para el diálogo, pero no con la gente de teatro», se lamentaba. Sin embargo, con la obra El atentado, gana el premio Casa de las Américas, en 1963.

El guanajuatense irrumpe con un estilo irreverente y fresco, que no respeta los mitos ni los héroes nacionales, hasta entonces sacralizados por la historia oficial. La obra trata del asesinato de Álvaro Obregón y en ella Ibargüengoitia consigna las últimas palabras del general sonorense, que distan mucho de ser memorables como aquellas de la patria es esto o el respeto al derecho ajeno lo otro: «Alcánzame esos frijolitos».

A diferencia de lo que sucede en la novela, tal parece que los familiares de Nagore no tenían vocación carroñera. Incluso, ella fue la única que se animó a cruzar el océano y a venir a un país distante, me confesó bajando la voz: «Ya no aguantaba a mis alumnos empeñados en el reggaetón». ¿Sería cierto o escondía algo detrás de esos ojos claros?, ¿era igualita a Marcos, que siempre calló sobre su Chamuca hasta que se le apareció en la casona del tío? Las más sorprendidas fueron su prima Amalia y Lucero –la hija de ésta– quienes habían intercambiado caricias con el pariente prófugo.

Según los que saben, la obra de Ibargüengoitia explora descarnadamente el poder (Los relámpagos de Agosto, Los pasos de López, Las muertas, Maten al león) y el mundo provinciano (Estas ruinas que ves, La ley de Herodes). En Dos crímenes estos fenómenos se entremezclan pues cuando la policía irrumpe arbitrariamente en la casa de Marcos –donde encuentra pruebas irrefutables de su culpabilidad: un poster del Che, libros de Marx–, hace de él un perseguido político, por más sinvergüenza que fuera.

La novela va más allá del tono satírico y del retrato de esa hipócrita clase media que practica el adulterio con la misma frecuencia con la que va a la iglesia. En 1979 cuando se publica la novela, la actitud represora del estado sigue presente: las matanzas a los estudiantes de octubre del 68 y junio de 1971; la Guerra Sucia, desplegada por el ejército para cazar ‘comunistas’; el cierre de Excélsior, el periódico más crítico del país donde, por cierto, Ibargüengoitia colaboró durante siete años…

Sin duda mi plática le arrancaba bostezos a la prima: Ibargüengoitia huyó del mundillo literario mexicano para irse a vivir a París. Allí vivió de lo más tranquilo los últimos años de su vida con su esposa, la pintora Joy Laville (ella diseñaba las portadas de sus libros). Escribía por las mañanas hasta que, la campana de la escuela de al lado, anunciaba el recreo. Entonces bebía un tequila y luego se ponía a cocinar… Invítame a tu mina y te regalo el libro donde sale Marcos, insistí, ella tuvo otro ataque de autismo y no dejó de devorar su sabroso filete.