A veces el cerebro retiene ciertas expresiones que hace mucho leyó o escuchó. En mi caso, se trata de una frase que Gabriel García Márquez en su obra biográfica “El General en su Laberinto” atribuye a Simón Bolivar cuando, ya cansado de sus mil batallas, va en su caballo dispuesto a retirarse, reflexionando sobre las luchas intestinas que terminaron por dar al traste con su idea de crear la Gran Colombia, y viendo su sueño roto en cinco repúblicas diferentes, solo atinó a decir “carajo, nadie entendió nada”.

Si eso ocurrió en el caso de ese gran genio militar y político del gran Libertador, que además consagró a ello toda una vida, qué será de las personas comunes que apenas dedicamos algunas horas de nuestros ratos libres a promover las ideas en las que creemos. Los que trabajamos en el mundo intelectual solemos creer que, con escribir ocasionalmente en periódicos o hablar por televisión nuestros puntos de vista llegan a tener más impacto del que en realidad tienen.

A principios del decenio de los 90’s, cuando América Latina asistía a un nuevo proceso de democratización política y mucha gente se empeñaba en lograr que ello también se tradujera en mayor justicia social, adquirió fuerza una corriente que postulaba por la descentralización del Estado, al entender que acercar la gestión pública a los ciudadanos podría conducir a una democracia más efectiva, abrir vías para la participación y, particularmente, lograr más eficientes servicios públicos y un uso más eficaz de los recursos fiscales en beneficio de la gente. Esta corriente avanzó bastante en muchos países, en que hoy los municipios son verdaderos órganos de gobierno.

Hubo otros como la República Dominicana, retrasados como solemos ir en la penetración y asimilación de las ideas que impulsan cambios sociales, y mucho más en convertirlas en políticas prácticas, en que la idea descentralizadora no caló mucho. Tres o cuatro economistas, politólogos y sociólogos dedicamos algún tiempo a divulgar sus bondades y llegamos a hacer ciertos estudios sobre la viabilidad de su puesta en vigencia. También se hicieron seminarios y los organismos internacionales convocaron a líderes políticos a debates sobre la conveniencia de fortalecer el régimen municipal y descentralizar funciones públicas.

A veces uno cree que, tras haber publicado alguno que otro libro, impartir algún curso o un par de conferencias, escribir una decena de artículos y hablar en una docena de programas de televisión, ya hizo mucho y al final descubre que sirvió de poco y se queda con la sensación de que “nadie entendió nada”.

Así que pasó el tiempo sin mayores consecuencias. En días pasados me comentaba un técnico extranjero que trabaja en un nuevo esfuerzo promovido por la Unión Europea, sobre las dificultades que afronta en la República Dominicana para encontrar interlocutores válidos que permitan discutir objetivamente sobre la importancia social y política de fortalecer los municipios y conferirles más potestades. Le respondí que el país conserva una arraigada cultura centralista generada por largos periodos de dictaduras y autocracias.

A eso contribuyen los esporádicos escándalos de corrupción y el intenso clientelismo que caracteriza la gestión municipal. La gente entiende que ponerlos a administrar más dinero o pagarles impuestos significa más desperdicio de recursos. El ciudadano quiere evitar que el dinero público caiga en manos de un Félix de San Francisco de Macorís pero no advierte que asimismo corre el riesgo de que sea administrado por un Felix de la capital con armamento mucho más letal a la hora de dañar la sociedad. Es verdad que hay mucho malgasto y corrupción a nivel municipal, pero nadie ha demostrado que sea mayor que a nivel nacional, excepto que en los ayuntamientos se descubre más fácil y rápidamente porque el ojo del amo está más cerca.

Veinte años atrás conocíamos las ventajas de iniciar un proceso descentralizador, pero también sabíamos que había dificultades. Ahora bien, conocer las dificultades ayudaba a prevenir fracasos. Por eso insistíamos en que debía ser un proceso gradual, y que no muchas atribuciones ni recursos se les podrían transferir a los municipios de golpe sino someternos a un proceso de aprendizaje, vigilado.

Ninguna de estas cosas se hizo y transcurrido el tiempo estamos casi en el punto de partida, aunque convencidos de que muchas de las cosas que hace el Ministerio de Agricultura, como el servicio de programación de cosechas o asistencia técnica a los agricultores; el Ministerio de Educación, como la alimentación o el transporte escolar; el Ministerio de Obras Públicas, como los caminos vecinales, habrían estado mejor en manos de unos municipios más fuertes y con seria participación de la ciudadanía. Y ni qué decir de los servicios más tradicionales como bomberos, calles, semáforos, organización del transporte y control del tránsito.

No es que estemos inventando nada nuevo. Es lo que hacen los gobiernos locales en la mayor parte de América Latina, y muy particularmente en aquellos países que están mejor que nosotros porque supieron hacer mejor las cosas.