El clientelismo político puede ser definido como una particular forma de interacción política, basada en el establecimiento de relaciones de dominación, en la cual se dan cita dos componente indisolubles: por un lado, un intercambio de bienes y servicios por votos y/o apoyo político y, por otro, una cierta dimensión subjetiva, entendida como el conjunto de creencias, presunciones, estilos, habilidades, repertorios y hábitos.

Por lo general, la estructura de las relaciones clientelares se compone de tres tipos de agentes, que se ubican en posiciones jerarquizadas y que poseen funciones diferenciadas.

En la posición más alta de la pirámide se ubica el "patrón", el máximo líder dentro de una determinada relación política, quien se encuentra en una mejor posición para acceder más fácilmente a recursos económicos públicos y privados, capital social y cultural, que utiliza con el fin de obtener o mantener cargos de poder formal. En el contexto dominicano el patrón puede ser un diputado, un senador, un síndico, un ministro o cualquier funcionario público con capacidad para distribuir a su antojo recursos públicos con el objetivo de acrecentar su posición o aspiraciones políticas. En los sistemas presidencialistas como el nuestro, el Presidente en ejercicio se constituye en el "mega patrón", el cual sólo tiene contacto directo con los clientes en momentos puntuales: una catástrofe natural, siempre ataviado con sobrecitos con quinientos y mil pesos; en grandes mítines de campañas, a los cuales asiste flanqueado por las cocinas móviles del INESPRE, por el Plan Social de la Presidencia que distribuye cajitas con el eslogan del partido en el poder, o por cualquier acción que contribuya a engrandecer la figura del gran patrón.

El segundo agente de esta relación desigual es el intermediario político, que se sitúa entre el patrón y los potenciales adherentes y electores. Son los que mantienen una relación directa con éstos, canalizando recursos desde el patrón a los votantes y apoyo político hacia aquel. En los partidos políticos los mediadores desempeñan la función de transferir recursos, bienes y servicios desde la estructura partidaria y estatal hacia la comunidad local o el barrio.

Finalmente están los clientes, quienes brindan apoyo a un líder-patrón político a través del mediador a cambio de bienes, favores y servicios particulares. Los clientes pueden formar parte del círculo interno o externo de los mediadores. Los primeros son sus colaboradores permanentes, de su entorno de confianza, y logran beneficios tales como el arreglo del piso de la casa, una receta médica, diligenciar la libertad de un familiar que la policía apresó en una redada o incluso recursos en efectivo para salir de un apuro. Los segundos son personas que se activan para casos puntuales: ser beneficiario de una cajita el día de la madre o el día de Navidad, etc.

Durante mucho tiempo se consideró al clientelismo político como una manifestación propia de  sociedades agrarias, donde el Estado tenía una débil presencia en el control nacional del territorio. Se pensaba que con la centralización del poder, la urbanización de la población, la modernización de los medios de producción, el aumento del nivel de escolaridad y, sobre todo, con el advenimiento de la democracia, el clientelismo político desaparecería. Craso error; éste sigue tan vivo como antes, tan sólo ha cambiado la forma y el contenido del intercambio.

Durante el siglo XIX y parte del XX en República Dominicana imperó un clientelismo político tradicional, donde la operatividad de las relaciones clientelares no descansaba en los partidos políticos sino en las relaciones personales con los caciques locales y regionales (generalmente grandes terratenientes) y en donde se valoraba el afecto personal, el honor de la hombría, el compadrazgo, la lealtad y el parentesco.

La dictadura de Trujillo terminó de sepultar a  los caudillos y centralizó el poder del Estado y gran parte de los medios de producción en su persona, concentrando de este modo las relaciones clientelares en torno a él a través de sus representantes locales (militares, alcaides rurales, funcionarios locales).

Balaguer incrementó el clientelismo en las instituciones estatales e institucionalizó otras paralelas a éstas, como por ejemplo la famosa Cruzada de Amor dirigida por su hermana y su Partido Social Cristiano.

El proceso democrático iniciado en el año 1978 ni eliminó ni redujo el clientelismo, sino que lo llevó a la máxima degeneración política a través de la entrega de alimentos, dinero, puestos en la administración pública, etc. Pero también ha incorporado nuevas formas de clientelismo, más descaradas y dañinas para la salud de la democracia, dado que se han creado en pleno proceso democrático: así tenemos el espectáculo dantesco del candidato reformista del año 2008, tirando al aire salamis, cerdos, papeletas de cincuenta, cien y quinientos pesos; otras formas más sutiles pero igualmente perniciosas, tales como la institucionalización del famoso barrilito de los diputados y senadores, o estilos más tecnificados, como el pago mensual de la nómina CB a través de tarjetas bancarias.

Las prácticas políticas en nuestro país se han caracterizado por el clientelismo político, uno de cuyos rasgos distintivos es el personalismo. La sociedad dominicana siempre ha buscado crear "grandes individuos" pero no grandes instituciones, y es aquí donde está una de nuestras mayores pobrezas democráticas, y la causa por la que la tentación autoritaria no ha desparecido de las relaciones políticas nacionales. No es de extrañar, entonces, que a  Heureaux, " El Pacificador", a Trujillo, "Generalísimo", "Benefactor de la Patria" y "Padre de la Patria Nueva", a Balaguer "Padre de la Democracia", a Mejía "Papá" y a Fernández "Maestro, Líder y Guía".

Como podemos ver, el clientelismo no ha muerto, más bien ha mutado, incorporando nuevas prácticas en la era de la tecnología y el "progreso".