Ayer participé como invitado para comentar un estudio cualitativo sobre uno de esos males endémicos de la sociedad dominicana: la mortalidad materna. La investigación ha sido publicada en un opúsculo titulado: Mujeres que en proceso de dar la vida la pierden, realizado por los investigadores dominicanos Juan Montero Sánchez, Manuel Arias y Juan de Jesús Rodríguez.

Los estudios cualitativos tienen como propósito comprender los significados dados por las personas a los fenómenos sociales que protagonizan. Por ejemplo, cómo entiende un grupo de padres adoptivos la experiencia de la adopción, cómo valora un grupo de mujeres embarazadas la calidad de los servicios públicos de los hospitales donde recibe atención, o cómo interpreta un conjunto de estudiantes la implementación de una nueva metodología de enseñanza en sus escuelas.

Al focalizarse en cómo los actores sociales conciben su mundo, los estudios cualitativos son imprescindibles como mecanismos cognitivos para el cambio social. Porque, ¿cabe alguna duda de lo difícil que resulta transformar un escenario o entorno si existe una estructura de creencias arraigada que se opone a dicha transformación? O, ¿cabe duda, de que las transformaciones sociales requieren tomar en cuenta la idiosincrasia, el imaginario y la cosmovisión de las personas cuyo entorno se intenta cambiar?

Los informes cualitativos denuncian  los males de una determinada población. Este es el caso del estudio que nos ocupa. A través del mismo asistimos al mundo cotidiano de un grupo de mujeres cuyo origen social las condena a vivir fuera de las estructuras de protección social que toda sociedad civilizada debe proporcionar.

A través de las conversaciones estructuradas con el propósito de que las mujeres comuniquen sus experiencias (entrevistas en profundidad) y las notas basadas en la observación de los escenarios donde acontecen las situaciones objeto de comprensión, los investigadores nos introducen en una “escenografía del desamparo”: hospitales donde el hacinamiento es un elemento constitutivo más de la arquitectura, aislamiento de las pacientes más allá de las normas de un protocolo médico razonable, maltrato psicológico a las embarazadas, angustia por la falta de información para los familiares de las pacientes, ausencia de recursos humanos y de materiales mínimos que permitan la atención en condiciones humanas básicas son algunos de los signos de identidad.

Todo este escenario es institucionalizado en una atmósfera de relaciones verticalizadas  opresivas, donde el cuerpo humano es cosificado y la psique enajenada, donde no hay lugar para la solidaridad, ni la atención, pues la infraestructura misma y la estructura del tiempo donde se desarrolla la práctica médica imposibilitan un resquicio para prácticas de humanidad.

Las conversaciones con el personal médico nos dan otra perspectiva del problema más allá de los maniqueísmos.  Es cierto que dentro del personal médico de nuestros hospitales existen practicantes a quienes parece les han desenchufado las conexiones cerebrales relacionadas con la sensibilidad, pero no es menos cierto que si muchas veces se convierten en victimarios, al mismo tiempo son víctimas de un sistema público opresivo donde el desarrollo de una coraza emocional más que un defecto de humanidad se convierte en una estrategia psicológica de sobrevivencia.

La situación de inhumanidad vivida por las pacientes es intuida y expresada por las protagonistas hasta cerrar el ciclo con la irrupción de la muerte. Entonces se inicia un nuevo ciclo, el del silencio de los allegados y familiares que “ya no quiere hablar de eso”.

Esta rendición en el silencio tiene singular importancia desde el punto de vista político. Es la otra cara de la enajenación, que contribuye a preservar la dinámica del orden establecido. La otra posibilidad es articular el dolor para transformarlo en denuncia social organizada o empoderamiento.

Más estudios cualitativos como el que nos ocupa son necesarios. No sólo para seguir comprendiendo y denunciando el mal social de la mortalidad materna, sino también otros que son secuelas del subdesarrollo. Estos males constituyen la experiencia trágica de quienes la sufren y la experiencia vergonzosa de quienes están llamados a trabajar para impedirla.  Forman parte de una agenda descuidada que afecta de manera fundamental a quienes carecen de influencia y de poder. Seguir descuidándola es participar en un juego del que puede emerger una peligrosa vorágine que termine llevándose de una vez nuestra viabilidad como sociedad civilizada.