Ahora que se apagó la polémica sobre el caso haitiano con la misma rapidez con que se había declarado, permítaseme participar en la siguiente: la producida por las recientes declaraciones del embajador americano sobre la corrupción. Si en la primera tuve una razón para expresar mis reflexiones, en esta tengo dos. A diferencia de la primera, cuyos ataques se centraban en una sola característica, la nacionalidad (y la raza, soterradamente), los ataques de esta tienen dos blancos: la nacionalidad y las preferencias sexuales.
Sobre los ataques a la nacionalidad diré poco porque ya he expresado mi opinión sobre ellos anteriormente. Recordaré simplemente la excelente definición del nacionalismo que dio Shaw: “el sentimiento de que tu país es el mejor porque naciste en él”. Es legítimo amar a su patria. Pero no por eso hay que odiar a las demás. No hay que olvidar que antes que dominicanos, americanos o argentinos, somos todos humanos.
El problema de los nacionalistas (sería quizás más exacto hablar de patrioteristas) es que no solo sienten que su país es mejor que los demás, sino que sus ciudadanos son mejores que los de los demás países. Los nacionalistas piensan que cualquier dominicano es mejor que cualquier extranjero. Si no, ¿Cómo explicar que callen ante los corruptos y ataquen a quienes los denuncian? Yo discrepo. Es por eso que prefiero al señor Brewster a Félix Bautista. Es por eso que me enorgullezco del papa Francisco y no del cardenal López Rodríguez.
Por otro lado, cuando pienso en los recientes ataques a la homosexualidad del embajador, me vienen a la mente dos pensamientos. Uno que dijo el hermano Agustín Enciso a sus alumnos de entonces: “El hombre no se conoce de la cintura para abajo, sino de la cintura para arriba”. El otro es de Martin Luther King: “Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su carácter”. Ambos pensamientos, me parece, vienen a decir lo mismo: los hombres deben ser juzgados solo por sus valores y por sus hechos.
Al embajador Brewster se le ha tratado de “mujer”. Una necedad. Imagino que, en en el pensamiento machista y anacrónico de quienes lo han hecho, “mujer” es lo contrario de “macho”, de valiente. Recordemos el jactancioso “Aquí debajo hay un hombre”. Es decir, un macho. Es decir, un heterosexual. Según esa lógica, por supuesto. Pero la valentía – y la sabiduría -, que es un valor, nada tiene que ver ni con géneros ni con preferencias sexuales.
De muestras de que la sabiduría y la valentía no dependen de las preferencias sexuales está llena la historia. Homosexuales – o bisexuales – fueron el filósofo Sócrates, el general romano Julio César (para muchos el más grande general de la historia), los emperadores Augusto, Tiberio y Adriano, por solo citar algunos.
No conozco al embajador Brewster. Pero, por sus hechos, me parece un hombre sabio. A los excesos de sus críticos ha respondido con mesura. A la palabras llenas de odio de los primeros, ha respondido con palabras cargadas de paz. A la discordia ha respondido con armonía. A la arrogancia ha respondido con humildad. No se ha dejado arrastrar al lodo. No ha respondido a ataques personales con ataques personales (aunque imagino que, por sus funciones podría, ya que de seguro conoce de qué pie cojean los que lo atacan).
El embajador Brewster me parece un hombre valiente. Se requiere de valor para convivir rodeado de gente llena de odio. Se requiere de valor para mostrarse al mundo tal como se es. Se requiere de valor para mostrar el verdadero rostro en lugar de una careta. Que es todo lo contrario a lo que hacen muchos de los “machos” que lo insultan, que no asumen lo que son, que esconden su homosexualidad detrás de matrimonios infelices, detrás de largas listas de conquistas, detrás – precisamente – del odio a los homosexuales.
Ya lo dijo el doctor Marañón: “…las conquistas femeninas que colecciona el donjuán no son sino una compulsiva afirmación de virilidad con la que se pretende compensar sus inconfesables tendencias homosexuales…” Y Netta Weinstein, investigadora de la Universidad de Essex, Inglaterra: “Personas que se identifican a sí mismas como heterosexuales […] pueden sentirse amenazadas por gays y lesbianas, que les recuerdan las tendencias homosexuales que ellas mismas experimentan en su interior”. Es decir que la famosa y supuesta agenda del embajador – de cuya existencia ninguno de sus contradictores ha presentado pruebas, por supuesto – a lo mejor ayudaría a muchos a ser más felices.
Pero volvamos a las acusaciones. Quienes gritan ¡Injerencia! y callan ante la corrupción que lo pudre todo en nuestra sociedad, no se percatan que ponen en juego, por lo último, el futuro de sus hijos. Ojalá se detuvieran un momento, calmaran sus emociones, dejaran trabajar su razón, tomaran cierta distancia – la misma distancia desde la que nos observa el señor Brewster – para darse cuenta de la gravedad de nuestra situación.
Pero, ¿Se puede hablar de injerencia? No, si se tiene que somos humanos primero y dominicanos después. Los tribunales belgas, por ejemplo, tienen jurisdicción mundial en cuanto a determinados crímenes. Ya que nuestros jueces declaran santos a los corruptos y el ministerio público no se atreve a apelar sus sentencias, ¿No podríamos mandar a los corruptos criollos para que lo juzguen en Bruselas?
Si los nacionalistas no quieren injerencias, solo tienen que hacer una cosa: colocar el interés nacional por encima del interés partidario, lanzarse a las calles, protestar contra los corruptos, contra la justicia venal, contra los fiscales timoratos, unirse a las cadenas humanas, no solo en la Capital, no solo en Santiago, sino en Nueva York, en Zurich, en Milán, en Buenos Aires…
Si los nacionalistas no quieren injerencias, solo tienen que unirse a los dominicanos que buscan librar a la patria – que los nacionalistas tanto dicen amar – del cáncer de la corrupción.
Pero si, por indolencia, ignorancia o partidismo no lo hacen, deberían ser coherentes, tener la decencia de callarse y decir: “Muchas gracias, míster Brewster”.