“El que hizo la ley hizo la trampa.”

Refrán popular

Analiza Carlo Benetti (Competencia y teoría del valor) que el concepto del mercado competitivo se gesta en la época del liberalismo, del capitalismo mercantil, en que era de la mayor importancia la dispersión del poder pues se salía recién de su concentración en el monarca y los señores feudales. Por el contrario, el capitalismo competitivo parecía prometer la dispersión permanente de todos los poderes y la disminución de cada individuo a una dimensión despreciable en el total que no sería capaz de reducir o someter a ninguno de sus pares. De ahí la idea del mercado competitivo, como lo definen los manuales, una organización del mercado en que ningún oferente tiene influencia sobre el precio.

Como la tabla del dos, todos nos sabemos “la ley del mercado”: el precio de una mercancía se determina por el “libre” juego de la oferta y la demanda. Aunque, en realidad, ¿cómo opera este sistema pues a veces decimos que “las cantidades” (la oferta y la demanda en sus aspectos cuantitativos) dependen del precio (p → q), otras que las cantidades y los precios se determinan simultáneamente (p ↔ q)?

La racionalización que hacen los neoclásicos -que no está en los manuales de microeconomía- es la siguiente: el precio está “dado”, ni los consumidores ni los productores pueden variarlos individualmente. En función de este precio determinado exógenamente, unos y otros toman sus decisiones individuales de consumo y producción. No obstante, a la vez que hacen esto y sin saberlo, forman los cuadros de demanda y oferta sociales, es decir, el mercado es un sistema colectivo movilizado inconsciente e involuntariamente por los individuos. A la inversa, si un individuo cualquiera quisiera obstruir su funcionamiento no podría debido al reducido peso relativo que tiene en el total.

La propaganda “política” del mercado competitivo no puede ser mejor: el mercado competitivo es la concreción de los deseos y ambiciones materiales de los individuos en el aislamiento y dispersión suficientes que imposibilitan cualquier forma de influjo o coerción mutuos, es decir, el espacio de la libertad. De aquí que aunque el mercado capitalista hace siglos dejó de ser competitivo en los términos antes expuestos, el concepto no ha podido ser desalojado de los manuales y sustituido con otro “modelo de modelos”, la competencia oligopolista, por ejemplo. Si se hiciera esto, otra idea tendría que ser igualmente sacrificada: que los individuos se encuentran en un equilibrio subjetivo permanente, venden y compran cuanto quieren en el mercado libre.

Todavía más, la teoría convencional pretende hacer de la competencia el motor del progreso y el desarrollo. Según esto, el individuo sometido al rigor de la competencia está obligado al mayor esfuerzo, a enterarse e investigar, a aportar más que su rival. De aquí obtendríamos un mejor producto, un método de producción más eficiente, una innovación que mande al baúl de los recuerdos los productos de consumo habituales.

Sin embargo, la competencia tiene un lado oscuro y tenebroso, la competencia es también persecución y espionaje, plagio, es difamación y mentira. En el juego competitivo, como en los deportes, hay un lado ofensivo y otro defensivo. En el mercado no sólo se trata de ganar sino de que otros no ganen. Por diversas razones que sería prolijo enunciar, los individuos en competencia persiguen permanentemente reducir o eliminar la competencia en su contra, es decir, constituirse en monopolios.

Otro hueco en la teoría convencional: no hay una explicación de la transformación del mercado competitivo en monopólico, aunque la idea y la evidencia vienen desde tan lejos como el siglo XIX (Marx, Hobson, Lenin, Hilferding, por nombrar los más eminentes). Para aquélla, el monopolio existe por razones “particulares”, por “condiciones de inicio”, situaciones excepcionales, pero no es que el monopolio se siga lógica e históricamente de la competencia. Se debe a privatizaciones específicas, como las del conocimiento en las patentes, o a que el mercado es relativamente reducido respecto a la mínima tecnología conocida (el monopolio “natural”): en la RD no se puede tener una fábrica de automóviles contando con el mercado interno, por ejemplo. Aunque este criterio, que ha servido de argumento a todos los monopolios que han existido, se demuestra cada vez menos cierto por cuanto el tamaño del mercado depende del nivel de ingreso y no del número de personas. El ingreso aumenta con la capacidad de consumo y producción de la economía, que obstruye justamente el grado de monopolio. Es decir, el mercado es pequeño exactamente debido a los monopolios.

Pero ¿por qué se considera que el monopolio es una organización del mercado inferior a la competencia? Bastante simple: el monopolio aprovecha su poder de mercado, es decir, la circunstancia de que es el único proveedor, para explotar a los consumidores, es decir, establecer un precio más alto que el correspondiente a una situación de competencia y así obtener una sobreganancia, una ganancia monopólica. Hasta el legislador lo entiende así, que no es poco decir. Dice la Constitución de la República:

Artículo 50.- Libertad de empresa…. No se permitirán monopolios, salvo en provecho del Estado. La creación y organización de esos monopolios se hará por ley. El Estado favorece y vela por la competencia libre y leal y adoptará las medidas que fueren necesarias para evitar los efectos nocivos y restrictivos del monopolio y del abuso de posición dominante, estableciendo por ley excepciones para los casos de la seguridad nacional…”

Adicionalmente, los monopolios –incluyendo los públicos, quizás los que más- permiten la desconsideración y el abuso de los consumidores porque, ¿adónde más pueden ir? En nuestro país sucede con particular énfasis con el servicio de energía eléctrica: apagones (la ley eléctrica dice que los apagones se pagan a 2 x 1, fíjese a ver si la han cumplido), un consumo facturado que no tiene relación inteligible con el uso de artefactos, un sistema tarifario con una variabilidad misteriosa, la energía más cara del mundo… Hay gente que llega a soñar con desconectarse de la red pública, a eso llega la frustración, a sueños de liberación. Todo porque no pueden cancelar un proveedor e irse con otro.

Por supuesto, los monopolistas no han llegado a ese privilegio por ser tontos, las ganancias monopólicas son suficientes para pagar a políticos y comprar leyes, para pagar los mejores abogados y relacionistas públicos. Lo que sí se les dificulta es exportar, es decir, confrontarse con otros de igual o mayor poder de mercado en el escenario internacional. No van a ser tan ingenuos como para imponer una única fábrica y marca sino que van a “competir contra sí mismos”, a crear una “imagen y ambiente” de cierta competencia.

Ahora miremos alrededor: en nuestro país, ¿cuál es el grado de competencia en la industria de la pintura? ¿En la producción de cerveza? ¿En los servicios financieros? ¿En la producción y comercialización de café? Por no hablar de la centralización de capital, que va más allá, a poner en muy pocas manos las decisiones sobre gran parte del capital social.

Por si fuera poco, el monopolio es inmune a las políticas públicas. Justamente por su tamaño y poder de mercado puede transferir a precio sin dificultad los aumentos en los impuestos al ingreso y el incremento de precio en sus insumos. Nada que haga el gobierno les duele mucho, por lo menos en el plazo inmediato. Debido a esto las típicas medidas keynesianas son inefectivas en una economía de alta concentración, pero este tema será objeto de otro artículo.

Por supuesto, desde que aparece la concentración de mercado surge la idea de la “regulación”, la formación e intervención de agencias gubernamentales para arbitrar el mercado e impedir el abuso de los monopolios. En nuestro país existen “órganos reguladores” para casi todo, desde el Indotel hasta la Superintendencia de Electricidad. Pero, en concreto y sin muchos discursos, ¿en qué ha consistido en concreto esta “regulación”? Nada, en buen dominicano, bulto y movimiento; mucha espuma y… nada de chocolate.