“Es muy peligroso, qué ni se te ocurra”. Dijo mi padre antes de que abordara el autobús que nos llevaría a Mazatlán. Estaba a punto de terminar la prepa, era verano y yo, con diecisiete años y una “banda” de diez amigos, me sentía el mero-mero del barrio. Como cualquier lagunero promedio lo chido, lo más accesible, era ir a aquellas playas a beber sin tregua, ligar gringas y nadar en el mar (esas eran nuestras cándidas intenciones, al final, obvio, no agarrábamos más que asoleadas y crudas monumentales, sin olvidar los latigazos de las medusas, que allá llaman quemadores, cuando osábamos meternos al agua) pero mi papá no se refería a esos “peligros” sino a las motos que se rentaban en cualquier esquina. Motos de cuatro o tres ruedas que espantaban a los pelícanos de la playa o las conocidas vespas en las que uno podía rebasar a las “pulmonías”, en la avenida Olas Altas.
De todo esto me acordé cuando vi una moto en medio de la sala de Rosi. Era negra e imponente. De no haber sido porque las llantas estaban desinfladas, hubiera asegurado que era nuevecita. Pero qué hacía esa moto en el depa, junto a los sillones, a lado de las fotos familiares, a dos pasos de la barra del bar… Parecía un halcón enjaulado impaciente por escapar.
La tramposa nostalgia quiso convencerme que esa era la moto que Pedro Infante había usado en sus películas, de golpe pensé en “A toda máquina”, en la que él y Luis Aguilar, ponen multas sin dejar de hacer acrobacias a bordo de sus Harleys. “Los entusiasmos por la profesión de agentes de tránsito” dijo Monsiváis sobre esa comedia en la que Infante y Aguilar divierten al público de los años cincuenta con sus peripecias chusco-musicales.
El film está enmarcado en una ciudad de México, cuya monstruosa urbanización ya se advierte y los actores, jugando a ser la “autoridad vial” pretenden “educar” en el civismo y las buenas costumbres a la gente. Claro, en aquéllos años ser policía de tránsito era visto con distintos ojos, no implicaba el desprestigio de hoy en día, pese a la galopante corrupción que ya había dejado a su paso el gobierno de Miguel Alemán.
Mientras seguía pensando en la moto aquella, recordé la rolita que Pedro se avienta antes de agarrarse a golpes con su amigazo Luis: “Si te vienen a contar, cositas malas de mí, manda todos a volar y diles que yo no fui”.
Así me quedé, con cara de “yo no fui” pues me acerqué tanto a la moto para leer su nombre: “Terrot” que Rosi me preguntó ça va? Sí, todo estaba bien, balbuceé tratando de hojear el libro. Era el primero de una serie de cursos de español, ya tendría tiempo de averiguar sobre el original invitado.
Mientras tanto, repasábamos los verbos irregulares pero una cosa me llevó a otra: Infante-Mazatlán-Francia y las preguntas metafísicas no acababan: ¿en Paris conocerían a Pedro Infante; sabrían lo idolazo que sigue siendo, cincuenta y nueve años después de su muerte?, ¿en Mazatlán harían tortas de baguette y camarón?, ¿Por qué Pedro prefirió siempre los aeroplanos por sobre las motos?
Siguiendo la ruta motociclista llegué al famoso relato de Cortázar, La noche boca arriba. Un tipo surca bulevares (¿parisinos, bonarenses, mazatlecos?) en su potente moto cuando todo se viene abajo: “La moto ronroneaba entre sus piernas (…) Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. (…) Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.”
Tal como decía mi papá: “Si chocas con la moto nada te protege, tú eres el que amortigua el trancazo por eso son peligrosas”. Claro que él, en lugar de leer al gran Cronopio, prefirió irse hasta San Luis Potosí. En moto, por supuesto. Creo que se fue montado en una Triumph junto con “El Chiquis” uno de sus mejores amigos de aquel entonces. Mi abuelita recibió la sorpresa entrada la noche, cuando en lugar de verlo regresar para la cena, sólo escuchó su voz emocionada en el teléfono. “No que ibas a hacer la tarea” quiso reprenderlo. Sí, pero omitió que lo haría a quinientos kilómetros de Torreón y en equipo, ayudado por dos lindas potosinas a las que habían ido a saludar.
Un día antes de concluir la clase, le pregunté a Rosi por la moto misteriosa. “Era de mi abuelo”, respondió. Parece que la usaba para todo: para ir al trabajo, para acercarse al pueblo, para llegar a la estación del tren, para pasear con la novia…
Rosi se la había comprado a un primo que estuvo a punto de entregarla a un mecánico. “Vendiéndola en partes habría sacado más dinero, pero yo lo convencí con muchos euros. Todas las piezas son originales y aún funciona”, dijo coquetamente. No lo dudo, en México diríamos que tu moto está bien chingona, respondí. No sé si entendió mi frase, pero me enseñó sus simpáticos dientes antes de internarse en la cocina. Volvió con una bomba, que yo supuse para bicicletas y con un recipiente cochambroso. “Elle roule encore” insistió mientras sacaba el tapón de la gasolina y vaciaba un líquido azuloso en el tanque. Luego, ensartó la bomba en la llanta de atrás y empezó a rellenarla de aire.
Tan pronto terminó, se trepó en el asiento y, acariciándole el lomo (¿lo habría hecho igual el abuelo cuando surcaba los campos de trigo?) ordenó: “abre la puerta y súbete”. Acto seguido, hundía el pie en el clutch para arrancarla.
La moto llevaba siglos esperando este momento y su rugido fue espectacular, como si Tarzán hubiera llamado a junta a los animales de la selva. Los vecinos habrían pensado que la chava de abajo estaría destazando un jabalí a punta de sierra eléctrica o aspirando con una Koblenz supersónica; pero jamás adivinarían que la Terrot rodaba en las entrañas de su propio edificio. Agarrado a su cintura anduvimos por todo el pasillo y en un humeante suspiro seguimos hasta el jardín, pero yo me vi acelerar a fondo en el Malecón de Mazatlán, me vi yendo por unas cheves Pacífico, me vi chiflándole en inglés a una güera y desobedeciendo, ahora sí, a mi padre…