Su nombre per se era historia. Según solía decir, su padre lo bautizó con este apelativo en honor a D’Artagnan, uno de los personajes de la famosa novela de Alejandro Dumas: “Los tres mosqueteros”. Hace algo más de tres décadas que conocí por primera vez a este mosquetero. Icono del derecho nacional y extraordinario ser humano, llamado Artagnan. Eran tiempos de estudios en las aulas de la PUCMM. Lo confieso, su notoria aureola de maestro de formación recia, pero implacable, hizo su trabajo para aquellos días. Me impregnó y petrífico su figura, pero sobre todo, la leyenda que evocaba para entonces este fascinante personaje.
Sin embargo, con el paso de los semestres en la carrera, se fue disipando felizmente nuestro pavor para este maestro, que le caracterizaba un rosario de cualidades insuperables. Una formación profesional y humanística fuera de serie; una versatilidad para impartir desde una cátedra magistral de Derecho Penal hasta otra de Procesal Civil o Derecho Notarial; una capacidad histriónica en las clases que embriagaba; una disciplina en las aulas cuasi marcial; pero al mismo tiempo una capacidad de conectarse con sus alumnos en el plano social, única. Los viernes sociales en La Antillana, no me dejan mentir.
Luego, la vida me permitió interactuar con el maestro en otros escenarios, no menos aleccionadores. Redescubrirle aún más en otras facetas de su vida. Así, algunos años después de graduado, compartimos defensas en uno que otro caso. Para el 1997, bajo su coordinación, integré la comisión de revisión y actualización de nuestro Código Penal. Por casi dos años, trabajamos con este proyecto. Posteriormente, el destino nos volvió a vincular en los casos de fraudes bancarios de los años 2003-2004. Durante más de cinco años compartimos estrados, interminables reuniones de trabajo, carreteras, almuerzos, por lo regular en el Cantábrico; momentos de alegrías y pesimismos. Para esta época, su exquisito humor supo en múltiples ocasiones, atenuar el agotamiento de aquellas dilatadas jornadas de trabajo compartidas, en compañía, con los otros integrantes del Consejo de Defensa del Banco Central y la Superintendencia de Bancos. De estos históricos procesos judiciales, en algún momento, pretendo publicar algo que recoja, entre otros aspectos, algunas de las principales y extraordinarias vivencias experimentadas con el maestro.
La vida siguió transcurriendo y más tarde, en nuevos eventos que la vida nos trajo, proseguí vinculado al maestro. Hasta nuevas “maldades” que en complicidad con otros amigos y colegas supe hacerle. De este personaje siempre recordaré, no solo su erudición impresionante; al orador forense inigualable que fue, al docente que enseñaba como escribía; al prolífico autor; al humorista de una aguda ironía e improvisación sin igual; el cirineo de devoción; el amante y conocedor, cual cronista del béisbol y básquetbol; el abnegado pater familias, complementado por su compañera inseparable, doña Nelfa y sus entrañables vástagos: Rafael, Pablo, Pedro e Isabel. Pero, sobre todo, nunca, en una nunquidad eterna, como él solía decir en las aulas, olvidaré a ese ser humano con sus virtudes y defectos, así como al hombre que superando insalvables obstáculos se hizo gigante y siempre nos dispensó su cariño y afecto.
En fin, parafraseando al inmenso Cortez, podemos expresar cuando un amigo se va, deja un vacío que no se puede llenar con toda el agua del río. No obstante, cuando este amigo también fue un maestro de siempre, el espacio por llenar tras su partida es aún más difícil. Por esto, sin duda, Artagnan, será un maestro y amigo que aunque materialmente se nos fue, se quedará perennemente en nuestro corazón y memoria.