La reciente denuncia del ICIJ sobre los sobornos de Odebrecht en varios países de Latinoamérica debe estremecer la conciencia de nuestra clase política. La revelación de que la empresa pagó coimas de US$39.6 millones para conseguir el contrato de la termoeléctrica de Punta Catalina confirma lo que muchos sospechaban respecto a la tenebrosa adjudicación de la obra. Sería injusto, sin embargo, fijar la mira solo en esa obra y culpar de las “indelicadezas” solamente al presidente Medina y al partido de gobierno. Ya que ejercieron sus gestiones durante el prolongado nimbo siniestro de Odebrecht, a los dos presidentes anteriores habría también que pedirles cuenta.
La ocasión reclama una profunda profilaxis moral de la clase política y debemos aprovecharla. Esto así porque si el Departamento de Justicia de los Estados Unidos declaró la operación de soborno de la empresa en su país como “el mayor caso de sobornos extranjeros en la historia”, de esa operación en nuestro país habría que decir lo mismo. La información que ha aflorado hasta la fecha al respecto sugiere que aquí ha sido la clase política el protagonista fundamental del incordio, aun cuando deba admitirse que, aunque marginal, alguna complicidad privada también ha existido.
En los otros países donde se ha investtigado la trama criminal se han registrado suicidios, encarcelamientos de expresidentes, renuncias y sometimientos a la justicia de altos funcionarios. La magnitud de esas consecuencias, sin embargo, no se han replicado aquí a pesar de que fuimos el tercer país de los 12 implicados donde, de acuerdo con la propia empresa, se pagó la suma más alta en coimas. Las consecuencias locales han sido pírricas y vergonzosas, especialmente si se toma en cuenta que el infame “Departamento de Operaciones Estructuradas” que canalizaba los pagos a los funcionarios corruptos y sus adláteres operó, en sus últimos tiempos, desde nuestro Palacio Nacional.
En el caso de Punta Catalina, la más grande obra pública de nuestra historia, las dos investigaciones oficiales locales no habían encontrado dolo. El PGR no encontró indicios de dolo en la adjudicación del contrato, pero si en la aprobación congresual del préstamo con el BNDES brasileño. Asumió infantilmente que la adjudicación fue limpia cuando debió asumir lo contrario, no solo porque encontró indicios inculpatorios en la parte conexa del financiamiento de la obra sino porque Odebrecht había admitido haber sobornado en los 18 contratos de obras que había conseguido anteriormente. Esa sórdida e increíble negligencia es suficiente para, al margen del proceso seguido hasta ahora ante la SCJ, justificar el pedido de renuncia que le ha hecho el PRM al PGR.
La otra investigación fue la de la Comisión Investigadora nombrada por el presidente Medina. Su decreto la encargó de “la investigación de todo lo concerniente al proceso de licitación y adjudicación de la obra”. Aunque en dicho decreto se aclara que la investigación “no interferirá, ni limitara o condicionara en modo alguno las investigaciones” del Ministerio Publico, también se autoriza a la Comisión a “contratar cualquier tipo de asistencia profesional y técnica que necesite”. Al cabo de seis meses y después de haber entrevistado a un numero de involucrados y revisado mucha documentación, la Comisión concluyó que tanto el procedimiento de la licitación y adjudicación como el precio contratado estaban bien. Y produjo algunas recomendaciones –tales como limitar los pagos al monto del contrato, comprar los terrenos y modificar la ley de contrataciones públicas—que no se han cumplido.
Porque sus recomendaciones no se han cumplido tampoco se puede asumir como validadas sus conclusiones exculpatorias. Pero lo más sorprendente es que la Comisión no contratara detectives privados para investigar el asunto del dolo, precisamente la parte del encargo que conminó su creación. Si su encargo fue buscar dolo en la licitación y adjudicación, y en vista del admitido escándalo de los sobornos y de una tétrica advertencia pública del representante de FINJUS en la Comisión, su misión debió concentrarse en las investigaciones relativas a eso, lo cual implica un trabajo de detectives. Ahora que de fuera han venido los tozudos hechos que apuntan a eso valdría la pena que la Comisión se reconstituyera para averiguar eso, lo cual era el meollo de su encargo. Un nuevo decreto para que la Comisión investigue eso debería emitirse cuanto antes.
Se configuraría un halo de sospecha sobre el presidente Medina si no procede ahora, en función de la denuncia del ICIJ, ya sea a poner un PGR independiente o a convocar nuevamente a la Comisión. Pero la cuestión se torna todavía más grave y complicada con el recuento del colosal dolo implícito en el reportaje/denuncia que apareció en la edición de Diario Libre del viernes pasado, intitulado Así operó Odebrecht en República Dominicana. Ahí se concluye que los sobrecostos de las obras de los 18 contratos anteriores ascienden a US$2,000 millones, lo que podría ser el doble de lo envuelto en Punta Catalina. El mismo Marcelo Odebrecht ya había admitido, en los interrogatorios del caso Lava Jato de Brasil, que la empresa regularmente creaba sobrecostos equivalentes a un 22% de los presupuestos originales. Eso es más escandaloso que lo de Punta Catalina.
En vista de que esos 18 contratos fueron suscritos durante las gestiones de los presidentes Mejia, Fernandez y Medina, la responsabilidad del mayor escándalo doloso de nuestra historia no puede ser solo de este último. Seria cuesta arriba creer que los anteriores presidentes no sabían nada acerca del entramado de corrupción. Pero aun si así fuera eso no los eximiría de responsabilidad porque el jefe de la Administración Pública es jurídicamente responsable de lo que pase en la burocracia durante su gestión (en virtud de lo dispuesto por los artículos 114, 127 y 128 de la Constitución). Su responsabilidad es orgánica, pero también podría tipificarse como responsabilidad por omisión. Esa premisa requeriría ser examinada jurídicamente por el Tribunal Constitucional.
Pero lo de Odebrecht va más lejos de ahí. Tanto sus ejecutivos como diferentes personeros de los partidos políticos en el poder durante las operaciones de soborno desveladas han admitido que sus organizaciones recibieron contribuciones para financiar sus respectivas campañas electorales. Por lo menos en nuestro país, la ley electoral vigente en ese entonces prohibía, en su Artículo 55, tales contribuciones. Pero aquí no tuvo ninguna repercusión judicial la admisión, por parte de un exministro que estuvo entre los primeros 14 imputados del caso Odebrecht, de que su partido recibió esos fondos. De ahí que el Tribunal Constitucional también tendría que determinar el grado de responsabilidad de los candidatos presidenciales cuyas campañas resultaron gananciosas.
Si el Tribunal Constitucional admitiera con su jurisprudencia que los jefes de estado pueden ser inculpados, entonces le correspondería al Congreso actuar en consecuencia. Como el único que podría ser recusado –por estar en ejercicio—es el presidente Medina, no sería justo que sobre el recayera el oprobio correspondiente. La nefasta presencia de Odebrecht en el país desde el 2002 implica una potencial culpabilidad de los tres presidentes que se han sucedido en el solio presidencial desde entonces.
Eugenio Maria de Hostos, en su monumental obra Moral Social, sentenció: “Política sin moral, es indignidad: cualquier juego de azar, siendo tan indigno como es el juego, es más digno que la política divorciada de la moral, porque, al menos, en sus lances repugnantes no aventura más moralidad que la del jugador y sus cómplices. Pero el político inmoral aventura con su ejemplo la moralidad pública y privada de su patria.” Tal vez por eso Pedro Henriquez Urena dijo que Hostos había muerto de “asfixia moral”, resaltando así la probidad que lo distinguió en vida.
Mientras penda sobre nuestro tres últimos presidentes la sospecha de contubernio con las maniobras de Odebrecht no podrá decirse lo mismo de ellos. Al país le convendría examinar esta cuestión porque ventilarla ahora podría significar una nueva época de probidad e integridad de la gestión presidencial en el futuro. La mejor manera de resolver seria la renuncia de los tres a ser candidatos en el futuro y la renuncia del presidente Medina en lo que resta de su periodo de gobierno. Y si fuese necesario facilitar estas renuncias con una legislación que le proteja su tranquilidad futura, será deseable concederla porque será lo mejor para consolidar la estabilidad política y la gobernabilidad democrática de la nación.