En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y dijo Dios: “sepárense las aguas de la tierra”; y así fue. Entonces el creador ordenó: hágase el chivo cojú, el cambrón y el orégano; que surja del mar y la tierra la sal cargada de yodo y el ají montesino; el ajo y el tomate. Y los dejó Dios como señal divina de la necesidad de negociar entre comunidades. Y de esas permutaciones salió el mejor chivo picante del mundo.

Así anduvo Dios por la tierra creando cuanto se le ocurrió. Su activismo ilimitado y la emoción de saberse el génesis de la existencia no le dejaba espacio para una tregua. Y se quedó Dios extasiado por el reflejo de la luz solar que jugueteaba y se expandía por las paredes de un monte imponente y de una belleza sin igual.

El éxtasis prolongado se sumó al cansancio de seis días de intenso trabajo y se agotó. Y dijo Dios: superar tal agotamiento requiere un descanso profundo, sin interrupciones. Fue entonces que decidió subir al monte, seguro de que hasta allí no llegaría el ruido de los “colmadones” y la “cháchara” electorera de los políticos y el gobierno.

Embriagado por el resplandor de la luna sobre el monte, durmió toda la noche. E incluso se quedó  adormecido hasta después del meridiano del séptimo día. La confluencia del sol con el agua y la sal, le invitaban a levantarse, animado por los efluvios de una fuerza, que no era más que la suya propia. Y por lo tanto irresistible. Entonces se levantó.

Desde lo alto del monte contempló las profundidades de la tierra y la inmensidad del firmamento. Fue una sola mirada como la de un toro enmascarado en la calva montañosa.

Ensimismado con cada detalle de su obra creadora, observaba el trajinar de los pescadores en Manzanillo saliendo del puerto de calado profundo. Miraba los guineos de Palo Verde y la hermosura de Cayo Arena; veía la primera edificación prefabricada en la isla, traída desde Francia y, más allá del espeso mar, vio a Cabo Haitiano y se sorprendió al caer en la cuenta de que había hecho dos ciudades casi iguales.

El Señor regresó sus ojos al entorno del monte. Como si buscara algo significativo, fuera de lo común. Avizoró las playas hermosas y las salinas, los obreros trabajando sin descanso para extraer la sal y, en una vuelta brusca de la mirada, sus ojos grandes y expresivos  se encontraron con el reloj instalado en el centro del parque, frente al templo de San Fernando, anunciándole lo avanzado de la hora.

El hambre le aguijoneó el estómago como si Satanás estuviera tentando la voluntad celestial. Y Jehová entonces, provocando el maligno, llamó con su voz de trueno a Caín, quien apareció al instante. Y el creador le dijo: vete de un brinco a Constanza y trae ajo, recaíto verde y salsa de tomate; llévate esa quijá de burro para que de regreso mates un chivo y lo traes aquí.  Tu hermano Abel traerá los guineos y se encargará del resto.

El “reperpero” causado por las protestas de Caín ante los privilegios de Abel y el posterior “run run” de los preparativos del majar, atrajo al lugar a Alejandro Dumas, quien creía estar ahí solo con la compañía de un monje, y cuyo lugar estos llamaban “El Monte de Cristo”.

Horas después todos degustaron el suculento guiso picante.

Las historias, cuentos y leyendas se fijan y se expanden al paso del tiempo. En la construcción del mito se produce la unión de los vocablos Monte y Cristo, generando el de Montecristi. Dumas le escribió su célebre obra “El Conde de Monte Cristo”.

Las versiones de los lugareños no siempre coinciden con los grandes relatos universales, pero los montecristeños son dueños de sus realidades y sus sueños.

Ésta es la génesis de San Fernando de Montecristi, único destino universal donde se degusta el mejor chivo picante, el cual se sazona en vida porque respira salitre, bebe agua salobre y se alimenta de orégano silvestre y otras especias.