“Sólo quiero hacerles notar que fueron ustedes mismos los que formaron este Estado, y en gran medida a través de estructuras políticas y cuasipolíticas que ustedes controlan. Si no les gusta lo que ven, tal vez no deberían echarle la culpa al espejo”- Vladimir Putin, en una reunión con dirigentes empresariales rusos.
Las democracias latinoamericanas son regidas cada vez más por los designios de los grandes y medianos grupos empresariales, cada uno de ellos recurriendo a los mecanismos institucionales y extrainstitucionales que su realidad concreta permite. En relación con ello, el informe “Democracias capturadas: el gobierno de unos pocos”, presentado por Oxfam Internacional, resultó para quien escribe excepcionalmente aleccionador.
No porque lo que se diga en el informe sea esencialmente novedoso; más bien porque representa el retorno analítico más reciente a una característica inherente fundamental de las democracias latinoamericanas: el secuestro pausado pero indetenible de las instancias del Estado donde se adoptan las decisiones políticas, o el control directo de las funciones estratégicas del gobierno. No es un hecho casual, ni tampoco es un capricho de carácter coyuntural de los más ricos: responde a estrategias deliberadas de pequeños grupos de poder que están profundizando las atroces desigualdades y asimetrías socioeconómicas de nuestros países.
La especie de burócratas independientes, bien formados y sin fortuna que todavía en la década de los 90 ocupaban altos y medianos cargos en el gobierno, están siendo hoy sustituidos silenciosamente por representantes de las grandes fortunas, lo cual ocurre tanto en los típicos países en desarrollo como en las llamadas economías en transición. Parece absolutamente posible que en unos años resulte difícil distinguir si los tecnócratas de los eslabones medios de la Administración, los directores generales y los mismos ministros, son servidores públicos o agentes de las grandes cúpulas económicas.
Al mismo tiempo, vemos desarrollarse medios privados especiales cuasi institucionalizados cuyo objetivo es influir “desde fuera” en la formulación de las políticas del Estado (normas, leyes, reglamentos).
Las interferencias “desde fuera” en las decisiones, que suponen substanciosos pagos extraoficiales a funcionarios, se verifican, según estudios recientes, en todas las instancias decisorias cruciales del Estado: poder legislativo, poder ejecutivo, tribunales penales, tribunales civiles, partidos políticos y organismos desconcentrados y autónomos y descentralizados asociados a estas instancias.
Esta realidad hace que la tradicional misión del Estado de salvaguardar los intereses comunes se desvanezca imperceptiblemente y quede irremediablemente guardada en el baúl de los recuerdos de las alegadas virtudes del llamado modelo occidental de democracia. Como señalan Joel Hellman y Daniel Kaufmann, del Banco Mundial y del Instituto del Banco Mundial, respectivamente, el hecho de que las empresas procuran y están influyendo de manera cada vez más determinante en las decisiones que adopta el Estado, “genera ganancias muy concentradas para ciertas empresas poderosas, con un alto costo socioeconómico. Dado que estas empresas aprovechan su influencia para bloquear reformas que pudieran reducir esas ventajas, la captura del Estado ha dejado de ser solo un síntoma, para convertirse en una causa fundamental de la mala gestión de gobierno” (cursivas y negritas mías).
En los hechos, en nuestros países no se formula una sola ley, que es un asunto del orden de los objetivos legítimos del Estado, sin la “bendición” expresa de los grupos dominantes del sector empresarial. No se trata de nuestra oposición al enriquecimiento multisectorial de las políticas; no es más que una advertencia recurrente de que arribamos a la fase de privatización de los mecanismos institucionales decisorios del Estado, o lo que es lo mismo, su misión principal, formular y administrar políticas, se desliza indefectiblemente a manos privadas.
En definitiva, las políticas públicas están siendo hechas como trajes a la medida de los más influyentes grupos empresariales. Estos, al mismo tiempo que ven el interés público como una ilusión popular masiva del siglo pasado, colocan el interés privado por encima de la misma sobrevivencia material de las sociedades.
Esta penetración e instrumentación del Estado, que en adición utiliza los mecanismos de construcción de legitimidad alrededor de las políticas como oportunidades adicionales de control de las decisiones gubernamentales, lleva consigo de manera inevitable el detonante del conflicto de intereses y la profundización de las desigualdades.
En primer lugar, quien tiene negocios que defender y fortalecer, solo actuaría desde el Estado marginalmente a favor de la ciudadanía; en segundo lugar, como la prioridad desde el Estado, en este nuevo contexto, son los grandes negocios privados, las políticas y reformas se ven con frecuencia bloqueadas o deformadas en sus objetivos primarios, especialmente cuando pretenden reducir los privilegios de los megaricos; en tercer lugar, como cosecha de todo ello, los niveles de desigualdad y, con ellos, las asimetrías sociales tienden a agravarse desmesuradamente; por último, como corolario fatal para la gobernabilidad y la viabilidad democrática, tenemos la percepción generalizada entre los ciudadanos adultos de que se gobierna efectivamente para unos cuantos grupos poderosos.
No es extraño que la riqueza siga concentrándose en pocas manos mientras a su lado la pobreza y la informalidad crecen en forma desvergonzada; no es extraño que el 75% de la población de América Latina y El Caribe piense que se gobierna para los grupos poderosos (contra 61% en 2009) y que, en particular, en República Dominicana ese porcentaje sea el cuarto más alto (87%).
Este es un proceso a todas luces inconstitucional. Socaba aquel precepto cardinal, esencial denominador común de la esencia de los sistemas democráticos, según el cual “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes” (Art. 2 de la Constitución Dominicana).