La abdicación de Juan Carlos  como Rey de España y como corresponde en la línea sucesoria -debido a la prevalencia actual de la Ley Sálica que excluye a las mujeres de acceder al reinado-, en la persona de su hijo Felipe de Borbón, ha abierto un debate que no es baladí sino sustancial: ¿Debe simplemente seguirse lo estipulado en la Constitución de 1978, o, es el momento oportuno para que el pueblo sea convocado a un referéndum para decidir sobre la permanencia de la Monarquía o de restablecer la República?

Obviamente, el momento escogido por Juan Carlos para abdicar –con la aprobación sin duda del Gobierno, ya que el Rey es constitucionalmente irresponsable en la monarquía constitucional española, es decir, sus actos políticos requieren la aprobación del Gobierno-, se puede considerar oportuno, desde el punto de vista del descenso continuado en la opinión pública de la aceptación del monarca, o sea, en cierta medida, se trata de que  la legitimidad de la monarquía está en sus momentos más bajos en los últimos 38 años.

Así pues, en este escenario, un relevo puede insuflar un aire fresco en la institución monárquica, con un nuevo rey Felipe VI, que además de joven ha tenido una muy buena preparación, y que ha demostrado ser, moderadamente moderno y rebelde a su modo, ya que se obstinó en casarse no solo con una plebeya sino con una plebeya de clase media, sin fortuna, una profesional del periodismo, una mujer de su tiempo, que vivía de su trabajo, y además, algo insólito para la tradición hispánica, una divorciada.

No podría haber grandes dudas de que Felipe de Borbón puede ser un buen sustituto de Juan Carlos, que desde hace un tiempo  ha cometido errores que le han valido comentarios no gratificantes en la prensa y en los medios globales. Desde cuestiones “menores” como su accidente en África dónde fue invitado a cazar elefantes.

Hasta otros políticamente rechazables como el “ex abrupto” contra el difunto presidente Chávez, al mandarlo a callar de manera imperativa, como si fuera un subordinado y no un igual jerárquico en su condición de Jefe de Estado de su país, hasta la publicación en el New York Times de la fortuna que se le atribuye, y que no tenía en el momento de su proclamación por Franco como su sucesor en la Jefatura del Estado. A lo que se une una mala salud de hierro que le ha hecho pasar varias veces por el quirófano, en un breve periodo de tiempo, y que disminuye su capacidad de  cumplir con su trabajo protocolario cotidiano, aunque Juan Carlos ha hecho lo posible y casi lo imposible, por atender rigurosamente sus compromisos.

El momento de la abdicación es inoportuno políticamente, para otros, ya que el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo, no se puede analizar en clave sólo europea sino también local. El resultado fue catastrófico para los dos partidos mayoritarios y hegemónicos en las últimas décadas, el PP y el PSOE, que han hecho y deshecho en España a partir de 1982, o sea, desde hace 32 años. Entre ambos han perdido unos 5 millones de votos. Y de hecho están en una situación de crisis política interna, de manera abierta en el PSOE, y larvada, en el PP.

Por otra parte, la tendencia centrifuga de los regionalismos españoles, especialmente de Cataluña y el País Vasco, siempre plantean un elemento de incertidumbre en la cohesión del Estado. En estas elecciones europeas de 2014 los soberanistas o nacionalista catalanes, han logrado una holgada mayoría, el PSC (los socialistas de Cataluña) han reducido sustancialmente sus votos, y el PP se ha ido a pique, convirtiéndose en un partido cuasi irrelevante en esa región.

Así pues, todo hace prever que Cataluña será una piedra en el zapato de los políticos que gobiernen en Madrid, sean cuales sean.  Ya no se trata de negociar con el partido fundado por Pujol, CiU, que ha jugado un papel de partido bisagra siempre que se ha requerido su voto en el Congreso para obtener mayorías parlamentarias.

Se trata ahora de negociar con ERC, un partido moderado de izquierda pero decididamente nacionalista y soberanista, es decir, que plantea el derecho a decidir su destino político, dentro o fuera del Estado español, de los catalanes. Obviamente la torpeza de la gestión de Rajoy sobre Cataluña ha puesto las cosas más difíciles, ya que siguiendo su estilo,  lo suyo es dejar que se “pudran” las cosas, en un desesperante no hacer nada. Y eso hace las negociaciones con los políticos catalanes más tortuosas, aunque entiendo que no imposibles, si uno se pone a ello con buena voluntad.

Otro elemento político nuevo ha sido la emergencia de la izquierda más crítica con el sistema político y económico vigente, tanto de Izquierda Unida, como la más novedosa, revulsiva y estimulante de PODEMOS. Esto demuestra que, aunque todavía de manera insuficiente, los descontentos por las políticas económicas adoptadas y por el recorte de las políticas sociales, además de por la pérdida de empleo, buscan un cauce para hacerse oír, hartos ya de ser ninguneados y en cierto modo olvidados por los grandes partidos, ensimismados en su servicio a otras causas más dignas de su condición de connotados “hombres–del-estado” y de su “ethos” ( ¿o “pathos”?) de partidos “de gobierno”.

Por todo ello, hay un creciente temor en la “clase política” hegemónica  – y de los principales medios de comunicación, es decir, del “bloque en el poder”-, de que el momento no está para dar al pueblo español la palabra para decidir si prefiere continuar  con  la institución monárquica o una república. Lo cual sería la cosa más natural y democrática del mundo si hubiera una ola de apoyo a la monarquía y, no, el  fundado temor de que si un referéndum se llevase a cabo, el resultado pueda ser incierto, es decir, que no gane la monarquía sino la república.

En un país como España, para las personas de mi generación, la disyuntiva Monarquía o República, en los años de la transición no nos planteaba un gran problema, ya que la opción real era dictadura o democracia. Y en definitiva, una monarquía constitucional puede funcionar tan democráticamente como una república democrática, y los hechos están ahí para demostrarlo.

Para los que tenemos mayor apego a las instituciones republicanas, lo que nos aleja de la monarquía no es que ello implique un recorte de la democracia, sino que sea un remanente del feudalismo. Que en una época, al menos jurídicamente igualitaria, se tenga en la cima del Estado una legitimidad basada en la sangre, en la tradición, en la herencia.

Por ello, aunque uno entienda los argumentos de los partidarios de la continuidad constitucional de 1978, hay que recordar lo que dice el historiador E.H. Carr, respecto a que, cuando una manera de ver el mundo, y de organizarlo, se va yendo a pique, se siente la nostalgia de pensar que lo que viene a continuación es el caos  o el vacío; la experiencia histórica nos demuestra, sin embargo, que no es así, que esa perspectiva es típicamente conservadora e inmovilista.

Por ende, sería óptimo la convocatoria de un referéndum para decidir la organización suprema del Estado, monarquía o república, pero tanto dentro de una como de otra, lo importante es lo otro, que los ciudadanos puedan decidir, y que la democracia no se limite a votar cada cuatro años, sino que las políticas públicas vayan dirigidas al logro de una sociedad más homogénea, más igualitaria, más justa, y más al servicio de las mayorías y no del 1% de la población que detenta la riqueza y de manera elíptica impone las políticas del Estado… a su favor. Esa es la verdadera cuestión en juego.