“Si hay algo que se pueda exigir a un intelectual profesional, es la obligación de conservar siempre la mente serena y la sangre fría frente a todos los ideales, incluso ante los más majestuosos que dominan determinada época, y de nadar contra corriente si fuera necesario”. (Max Weber).

Estamos carentes de relatos verdaderos o, quizás, de miradas ciertas en la capacidad de captar la realidad en todo lo que encierra. Al mismo tiempo que somos una sociedad conservadora, nos agradamos en la obnubilación esclerotizada del pasado. Forzamos la realidad, nos bloqueamos en estereotipos del pasado. Nos anclamos en solo ver lo que deseamos ver y nos enraizamos de manera miope en no ver lo que no se ajusta a nuestro paradigma. No nos damos cuenta, como nos diría Joel Barker, que cuando un paradigma cambia todo vuelve a cero.

Tratamos de auscultar la realidad despojada de la imaginación sociológica. Vemos la información, observamos los datos, sin embargo, no trascendemos en la construcción del conocimiento más allá de la experiencia, del rol del pensamiento, en el escenario posible del comportamiento y de las fuerzas sociales que gravitan en nuestra formación social. La experiencia vital no puede ser objeto de análisis, si no existen las conexiones que alumbran nuevos luceros de la historia.

Nos encontramos a lo largo de la historia grandes consensos sin legitimación, moldeados por unas relaciones de poder excluyente, lo que ha hecho que en esos espacios fluyan los errores del pasado en el traumatismo autoritario del pretérito. El ayer se ha consustancializado como la llave circular en el presente. Es lo que hace posible la burbuja permanente del resentimiento.

No ha habido una metamorfosis de ruptura, en consecuencia, no se ha incubado la necesaria reforma que coadyuve con la transformación del desconcierto y la perplejidad. Ameritamos de una transición que sea el eslabón, puente y escalera de una democracia con sentido. De una democracia que privilegie el cuerpo doctrinario de sus leyes, de sus normativas, de su base institucional que la convoca. Una transición que desnude en todo lo que vale las acciones, decisiones y compromisos de los hombres y mujeres públicos.

Trillar el camino que conjugue todos los tiempos, mirando atrás para empujar el carro de la historia, para cerrar las heridas acometiendo las consecuencias proporcionales de todos los asientos que no logran cuadrar. El presente se ha de dibujar con los contornos sangrientos del ayer, en un juzgar para que los brotes ahistóricos no guarden cabida todavía. No cerramos las heridas con los Santana, con los Báez, con los Heureaux, con los Trujillo, con los Triunviratos, con los Wessin, con los balagueristas. Aquellos se aposentaron en la madriguera, en el escondrijo de la muerte, de la vileza del aniquilamiento para proyectarse en el poder. La corrupción y la impunidad eran el reflejo del cimiento solo para el poder. Hoy, el cáncer (la corrupción) y el alzhéimer (la impunidad) se constituyen en los ejes transversales de dominación más fundamental.

El Estado, hoy, no puede entenderse sin la corrupción, sin el clientelismo más despiadado. ¡El que cobra sin trabajar no se visualiza como un LADRON! Desquiciaron en una destemplanza sin camisa el cuerpo social de nuestra sociedad. Un destrozo moral y ético que una proporción muy alta de los hombres y mujeres creen que todo se vale. “Se hace lo que más conviene”. La referencia de coherencia, de lealtad, de coraje, en fin, de valores, lo martillaron tanto que es ahora cuando tratamos de salir del fondo del agua putrefacta.

Como todo en la vida, hay que ir a lo primero. Como decía Herman Hesse: Lo que importa más no debe estar nunca a merced de lo que importa menos. Es el orden dentro del reino de las cosas que debemos de priorizar. Hoy la problemática de la salud, con tan baja inversión en la misma, la problemática de empleo en los jóvenes, la seguridad ciudadana y con ella, la criminalidad y delincuencia, el problema de la energía eléctrica y sus 50 años “de solución” sin salida; del agujero de la migración; están ahí.

Todo ello cabe en una nueva visión de transición, empero, la dimensión más estelar ha de perfilarse en lo institucional y el control de los Órganos del Estado. Es cierto que en los últimos 22 años el Estado dominicano ha tenido las más grandes normativas en materia de corrupción, no obstante, es al mismo tiempo, donde hemos asistido a los más emblemáticos y significativos casos de corrupción. Las normativas jurídicas han sido meros instrumentos instrumentalizados. No hay ni ha habido voluntad política desde las más altas instancias del poder para contribuir con una nueva cultura de la responsabilidad, de la honradez y honestidad como servidor público.

Los órganos de control del Estado, amparados en la Constitución: a) Congreso (artículo 246), Contraloría (artículo 247), Cámara de Cuentas (artículo 248), PEPCA, Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental, no cumplen su rol en materia de prevención de la corrupción. Se violan sistemáticamente los artículos 238 (criterios para asignación del gasto público) y el 240 (publicación cuenta general).

Los momentos claves en la transición en la sociedad dominicana ha sido siempre sobre la sombrilla de una crisis y bajo la sombra del autoritarismo. De un “consenso” de un pesado fardo de dominación y de manipulación hacia los sectores subalternos y de exclusión. ¡Urge una transición donde el mapa de equilibrio de poderes cobre fuerza, donde el Ejecutivo no sea un actor que empuje más la fragmentación, un Ejecutivo, en suma, que visibilice su agenda política, en el cuadro del conjunto de toda la sociedad!

Tenemos que bosquejar una transición hacia la civilidad que no es sino la expresión por una sociedad más decente, que tenga como norte más transparencia, el rompimiento del Estado como botín. Allí, donde el Estado no sea el núcleo y la condensación de los negocios. Una transición que sea el puente neutralizador de la desigualdad. No que la propicie y la agigante en el abismo.

La rendición es la pérdida antes de comenzar la primera batalla. Estos años que nos quedan debemos recobrar fuerzas y energías para colaborar con las generaciones (X, Y y Z), para ahorcar el quietismo que nos embauca como sociedad ¡Digamos que la cleptocracia no tenga más radio de acción! No se pose ni pavonee en la interacción social. Esta es su supervivencia, oprobio y oquedad en el nuevo panorama social.