“Di de vez en cuando la verdad para que te crean cuando mientes”-Jules Renard, Escritor y dramaturgo francés.

Siempre entendimos que legislar era una de las funciones más delicadas y exigentes en un sistema democrático. De hecho, ella debe responder a una demanda social, económica, cultural o de otra índole para hacer más funcional y equitativa la sociedad.

De aquí que los productos del proceso legislativo, las leyes, decretos y reglamentos, están llamados a satisfacer razonablemente las exigencias del desarrollo de cualquier sociedad y su gente, expresando no solo la garantía de sus derechos, sino también la obligación de sus deberes. Entre esos derechos y deberes media la autoridad y la sanción, componentes indisolublemente atados a la garantía del cumplimiento de los preceptos que contiene la normatividad.

Los actores que actúan en el proceso son diversos: desde los decisores políticos que, como los legisladores deben estar atentos a los cambios del macro entorno en sus demarcaciones político territoriales respectivas, hasta el ciudadano común, organizaciones intermedias que descubren necesidades objetivas y apremiantes, intelectuales, expertos, docentes y cualquier otro actor en pleno goce de sus derechos constitucionales.

Existe una arista decisiva en el proceso legislativo. Como la vida social es dinámica y se encuentra, como todo fenómeno material, en permanente evolución, las normas siempre estarán expuestas a modificaciones, es decir, al esfuerzo competente de actualización o de reinterpretación creativa de los nuevos fenómenos sociales que ellas pretenden regular, a fin de proteger debidamente y hacer más eficaces los derechos reconocidos y otorgados por el Estado.

El perfeccionamiento objetivo de la normatividad vigente de una nación es, pues, un ejercicio permanente de mejora del sistema democrático, siempre en atención a las características de la evolución política del país.

De aquí se desprende claramente que una ley debe modificarse solo cuando resulte pertinente para regular jurídicamente nuevos fenómenos sociales o para normalizar peculiaridades de nuevas situaciones o realidades sociales, económicas o culturales. ¿Será este el caso de la modificación de la Ley núm. 5994-62 (Gaceta Ofi-8680-11) y de su Reglamento núm. 5994 del mismo año? Obviamente no.

Veamos. Entre los muchos titulares de los medios que resumen la noticia de tal modificación nos llamó la atención uno en particular: “Cambian la ley del Inapa para permitir que Arnaud asuma su dirección”. ¿Cómo es posible que esto esté sucediendo en nuestro país iniciando la tercera década del siglo XXI?

Un antecedente importante: la mencionada ley fue redactada bajo la dirección de un grupo de egregios juristas de los años 60 y 70, todos ellos pertenecientes a una estirpe de abogados en franco proceso de extinción, al parecer irreversible, observada la calidad profesional de la mayoría de los nuevos abogados.

Ellos entendieron en 1962 que actividades tales como la provisión de un servicio adecuado de agua potable, la disposición y tratamiento de aguas residuales, la determinación de la demanda de construcción, reforma, ampliación, explotación y administración de los sistemas de acueductos y alcantarillados sanitarios y pluviales, la promoción y reforestación de las cuencas hidrográficas, y el estudio y aprobación de los planos de obras hidráulicas, entre muchas otras funciones, deben estar en manos de un experto ingeniero sanitario.

Cierto es que la realidad del sistema sanitario nacional ha cambiado mucho desde entonces, pero no hay duda de que el requerimiento de una especialidad y experiencia técnica concretas para gestionar un organismo público como INAPA sigue siendo el mismo. Sí, ser ingeniero civil con grado en ingeniería sanitaria debería ser un requisito constante, innegociable, para ejercer la dirección ejecutiva de tan importante entidad estatal.

Pero no. En “el gobierno del cambio” siguen prevaleciendo, como en el pasado reciente, los criterios clientelares y de imposición desafiante de decisiones para favorecer apellidos políticos que, en realidad, poco han aportado al desarrollo de la nación. Nada ha cambiado. La función pública, además de ser hereditaria en sus escalones más altos, es también un instrumento al servicio de objetivos ocultos.

¿Por qué el empecinamiento de este joven abogado Wellington Arnaud en ser director ejecutivo precisamente de Inapa? ¿Para facilitar alianzas público-privadas y satisfacer por esa vía la creciente demanda de agua en los centros urbanos y sus periferias?

La realidad es que si se requiere capacidad en Inapa debe ser la de un ingeniero profesional experimentado. Ahora bien, si la intención política no revelada es que un compañero de confianza maneje más de 8 mil millones de pesos y garantice a quienes ya tienen capturado al Estado dominicano una tajada sustancial de esos fondos, no podemos menos que expresar nuestro acuerdo con la forzada designación de marras.

Aquí la retórica presidencial sobre la provisión de agua a todas las familias dominicanas (una más de decenas de promesas anunciadas) y la supuesta competencia profesional de un abogado desconocido, resultan ridículas, especialmente para quienes tenemos algún conocimiento de la verdadera dinámica del clientelismo político criollo.

Estamos seguros que el señor Arnaud no aprobaría un examen elemental de ingeniería sanitaria, ni de ninguna otra rama de las ciencias ingenieriles. Pero su alegada capacidad como abogado es lo que necesita el clientelismo perremeísta en esa institución del Estado. Todo lo demás es cacareo pomposo que sigue ocultando fines muy personales y de grupos de interés insaciables.