El siglo XIX fue en cierto sentido el Rubicón, la raya de Pizarro o el parte aguas de la formación social dominicana. En medio de las invasiones y posterior ocupación haitiana, del proceso independentista, de la anexión y guerra restauradora, así como del subsiguiente auge de las divisiones partidarias y las de sus respectivos líderes regionales y gubernamentales despuntaron cuatro modelos de convivencia social en el país.
De acuerdo a la síntesis que elaborara el P. José Luis Alemán a partir de los análisis de Roberto Cassá y del antropólogo Harry Hoetnik en su obra clásica sobre El Pueblo Dominicano, los modelos de referencia son:
- El hato ganadero de tiempos de la colonia, reeditado durante la primera república, representa un benigno tipo ideal de explotación paternalista y de estrecha convivencia social. Con su típica relación de amos/esclavos y peones, esa sociedad ilustra el primer atisbo de cohesión étnica y social en el país, así como el comportamiento “poltrón” (Sánchez Valverde) que los colonos franceses del lado occidental de la isla endilgaban desde tiempos coloniales a los criollos.
- El minifundio campesino, –originalmente impuesto por Petion en Haití y en el este de la isla a fin de contar con tierra para repartir entre sus soldados y seguidores–, expone un régimen de subsistencia alterno al de los hatos ganaderos. La cosecha era para el consumo familiar y sólo un posible y minoritario excedente se destinaba a intercambios en el mercado local. Sus diversiones, ritos, valores y costumbres no podían ser controlados ni por el Estado, ni por la Iglesia Católica, pues se trataba de una moral natural más que canónica. La solidaridad era familiar y local, no nacional.
- La plantación azucarera y la regulación de los mercados laboral y financiero comenzaron a erradicar, tanto la autonomía y el modo de vida campesino, como la subutilización de los terrenos ganaderos, a partir de la séptima década del siglo antepasado. La economía campesina de trueque casual y sin dinero, pero llena de artimañas y enemiga de reglas generales, perdió terreno ante el avance de la propiedad privada de la tierra y la medida monetaria. Comenzó así a finales del siglo XIX un período de acumulación del gran capital, mientras que buena parte del campesinado y de los peones hateros devenían braceros en las fincas azucareras y, al igual que la mano de obra extranjera traída para labores de corte y alza de la caña de azúcar, sobreexplotados.
Esa misma economía azucarera se expande y termina formalizando la exposición dominicana a la economía capitalista. Con ésta se supone que toda una serie de reglas implícitas sobre calidad, pesos y pagos comienza a regular la interacción entre productores, intermediarios y compradores o entre acreedores y prestatarios. El derecho de propiedad, la forma de pago contractual y los tribunales urgen el cumplimiento de reglas y contratos, mientras penalizan las infracciones.
Dado el viso de modernidad que la lógica de los mercados parecía implicar, se comprende –aunque no se justifique– que Santana, Báez y otros tantos gobernantes dejaran a un lado las consideraciones liberales de la época y viesen en la anexión a España, Francia, Inglaterra o Estados Unidos una condición indispensable para el progreso y la paz interna del país. Esa anexión induciría la entrada en los mercados internacionales, la monetización del país y la pacificación y seguridad nacional.
Ha de recordarse que por aquel entonces se argumentaba que, sin la incorporación de la economía dominicana a los mercados internacionales, no habría progreso y el país seguiría siendo una gran gallera abarrotada de una población indolente, jugadora, inculta y desnutrida, dominada por caudillos y herederos de los hateros de antaño, amén de expuesta a la incertidumbre y continua amenaza haitiana.
- La finca tabacalera, ajena a esas consideraciones ideológicas, se consolidó a lo largo de todo el siglo XIX en tanto que variante posterior al minifundio campesino, pero anterior a la plantación azucarera. En posesión de un fruto autóctono de la Isla, la organización social del conuco tabacalero modificó en el Cibao el sistema campesino tradicional, pues cada cosechero era un productor minifundista en posesión de su tierra y de un producto destinado al mercado local (el andullo) y al de exportación (la hoja de tabaco negro), es decir, no dependía de los terrenos comuneros y tampoco sembraba para el autoconsumo familiar. Además, dada su producción de carácter minifundista, difícilmente podía ser confundido con un sistema basado en grandes extensiones de terreno, al igual que de recursos financieros y tecnológicos (o agroindustriales).
Entre los grandes analistas y admiradores de este modelo en aquel siglo ninguno más sistemático y destacado que Pedro Francisco Bonó. Consabido es que para el francomacorisano la cosecha de la hoja de tabaco en los predios cibaeños:
“Es y será el verdadero Padre de la Patria para aquellos que lo observan en sus efectos económicos, civiles y políticos. Él es la base de nuestra infantil democracia por el equilibrio que mantiene a las fortunas de los individuos, y de ahí viene siendo el obstáculo más serio de las oligarquías posibles; fue y es el más firme apoyo de nuestra autonomía y él es por fin quien mantiene en gran parte el comercio interior de la República por cambios que realiza con las industrias que promueve y necesita”.
La premisa central de la argumentación de Bonó es ésta: la regeneración de la sociedad dominicana descansa en la ingeniosidad, en la iniciativa, en la laboriosidad y en la eficiencia de redes de apoyo e intercambio personal (“social networks”) de esa legión de cosecheros. Estos son hombres libres y propietarios. Como tales se asemejan a los atenienses que antaño iniciaron el experimento democrático, solo que ahora producen para un mercado libre que es el que dinamiza la economía regional.
Los anales de la historia patria y sus analistas sociales reconocen que la capacidad y arrastre de ese campesinado devenido productor agrícola quedó manifiesto en la gesta restauradora de la República y posteriormente en su apoyo transitorio si no fallido al Partido Azul. Probablemente, empero, más preocupados por eventos políticos o económicos que antropológicos, lo que no suelen descifrar es el alcance de la afirmación de Bonó al referirse a la paternidad cultural (“es y será el verdadero Padre de la Patria”) de la hoja de tabaco.
Situado hoy en el siglo XXI, procede discernir si esa supuesta paternidad es real y si se conserva y perpetúa en el ADN o código cultural de ese mismo pueblo al que dio valor.