Para nadie es un secreto que la violencia en las escuelas formó parte del llamado currículo oculto. Aunque no se formulaba de modo explícito, había un código de conducta que se pasaba de una generación a otra, sin crítica alguna y que, de cierta manera, se tenía como bueno y válido al ser aceptado por todos como parte de las “costumbres”. En aquella época éramos más tradicionalistas, estábamos más apegados a la naturaleza, el civismo no nos había invadido con sus normas y costumbres de élites y estábamos acostumbrado a la imagen paterna del jefe, de la autoridad militar como ejercicio legitimado de la violencia, al caudillo que sostenía su poder en el uso de la fuerza.
Sin tematizarlo de forma explícita, esta aceptación común del hecho de la violencia obedecía a patrones culturales que funcionan siempre como estructuras estructurantes, es decir, como reglas o modelos de actuación que generan a su vez otros modelos de actuación; con lo que se generan “estados de cosas” que son percibidos como “lo que es” y no como lo que “debería-ser”.
A partir de estos “estados de cosas” construimos nuestra representación del mundo a través de la cual percibimos la realidad cotidiana e interactuamos con los otros desde este marco representativo. En otras palabras, nuestra relación con los demás, con el mundo y nosotros mismos obedece a una representación del mundo (llamémosle “modelo de mundo”) que forjamos a partir de la interacción cultural de los “estados de cosas” (valores, cosmovisiones, teorías, conocimientos, patrones, instituciones, etc.).
El problema de la escuela, en relación a la violencia, es que no ha incorporado en el currículo su tratamiento efectivo y/o las prácticas asimétricas de poder que se establecen en el ambiente extramuros genera, con mayor eficiencia, un modelo de mundo en el que la violencia se constituye en única respuesta posible frente al conflicto.
Seamos claros, en mi experiencia personal y profesional, la escuela se ha reducido a la transmisión del conocimiento científico de manera casi exclusiva y, en nuestro caso, a una migaja mal formada de este conocimiento producido por las ciencias; dejando a un lado el cultivo de lo que los griegos entendieron como “sabiduría práctica” o ejercicio del buen vivir. Con ello no quiero plantear la exclusión de uno u otro, sino la relación dialéctica entre lo imprescindible de las ciencias y lo importante para saber vivir con los demás.
La violencia es connatural al ser humano. En cada época la comprensión y el uso de la violencia se entiende de modo distinto. Si bien en los años setenta la sociedad no veía, dentro de su modelo de mundo, la violencia como un problema hoy es claro que las peleas en las escuelas constituyen no solo un problema de relación entre pares, sino la evidencia más concreta de la reproducción de un “modelo de mundo” que crea patrones de conductas repetitivos y para el cual no generamos políticas públicas y educativas eficientes.
Desde el mundo bíblico hemos aprendido que la violencia acecha a la puerta, siempre dispuesta a salir desde los lugares más recónditos de nuestro interior. Igualmente, la literatura nos ha enseñado, imaginativamente, cómo podemos dominar la bestia que somos y cuáles son las consecuencias inmediatas y a largo plazo de la violencia irracional hacia el otro. Hay modelos de mundos alternativos a la respuesta violenta, a la solución del conflicto a través de la aniquilación del otro.
Estos modelos alternativos de respuesta al conflicto debemos aprenderlos en la escuela, debemos modelarlos y proyectarlos como “modelos de mundos” accesibles a todos no solo a través del currículo oculto, en la actuación de nuevas prácticas pedagógicas, sino del mismo plan curricular. ¿Por qué no existe una asignatura titulada “resolución pacífica de conflictos”? ¿Por qué no se le dedican al menos dos horas a la semana a la “cultura de paz”?
No digamos nada sobre lo que he insistido en otras ocasiones: debemos enseñar nuevas formas de masculinidad en nuestros varones. El viejo modelo de “hombre-macho” está obsoleto y solo trae consigo más violencia. Es hora de mostrar que no se es hombre por ser más violento ni por resolver los conflictos a la vieja usanza: con sangre ajena.