Si como dice Karl von Clausewitz, “la guerra es un acto de violencia y no hay límite a la manifestación de esta violencia”, en el caso de la conquista de México por parte de Hernán Cortés y su puñado de atrevidos, el límite lo impuso  la exigüidad del contingente español, es decir, menos de quinientos combatientes contra el ejército de la confederación azteca formado por unos 50 mil efectivos solamente en México-Texcoco-Tenochtitlán.

Por la razón del exiguo número del contingente de españoles, Cortés no pudo imponer ni siquiera al apresar a Cuauhtémoc, el último tlatoani, el principio de Clausewitz de que “el desarme del enemigo es el propósito de la acción militar”. Ni pudo evitar la pesadilla nocturna de un levantamiento dirigido por Cuauhtémoc cuando le dejó vivo luego de rendirse y jurar vasallaje al Rey.

Ante esta imposibilidad de desarmar a todos los partidarios de la confederación azteca, Cortés echó mano al expediente aceptado en la guerra de la Reconquista, autorizado por el concepto de guerra medieval y las partidas alfonsíes según las cuales una vez derrotado el adversario este debe jurar fidelidad al monarca español en nombre del cual el vencedor guerreaba y si traicionase ese juramente recibiría como castigo la pena de muerte por ahorcamiento, previa condena de un tribunal.

Ese juramento debieron hacerlo todos los caciques derrotados por Cortés antes de apresar a Moctezuma y posteriormente a Cuauhtémoc. Fueron muchos los ahorcados por violar este juramento, aplicado discrecionalmente por Cortés y otros conquistadores que fueron posteriormente sus capitanes en otras provincias. Pero culturalmente, esos caciques no debieron entender ni siquiera por qué juraban: ni sabían quién era el rey de España, ni sabían dónde queda ese reino ni por qué Cortés les daba guerra. De modo que jurar y desdecirse a la menor oportunidad era, culturalmente, también para Cortés y sus hombres, incomprensible,  pues estos invasores españoles aplicaban, posiblemente sin haberlos leído, los lineamientos del libro “De iusto bello.-Sobre la guerra justa”, de Alonso de Veracruz. (Bernal, 1132, n. 39).

Para Cortés y sus soldados, al igual que para Colón y los suyos, para Diego Velázquez en Cuba y Garay en Jamaica o Juan Ponce de León en Puerto Rico, guerrear en contra de los indios era “guerra justa” porque la Santa Iglesia de Roma por los mandaos del Papa no consideraba a esos indígenas, ni a los africanos zarandeados por los portugueses después del reparto del Tratado de Tordesillas, como seres humanos, sino como gentiles, es decir, no cristianos,  a los cuales había que dar guerra de conquista para convertirles a la religión católica, ideología racionalizadora y justificadora del concepto de guerra justa impuesto en la época por los poderes políticos de Europa como medio de acumulación de riquezas.

El primer envío de Cortés a Carlos V de oro, joyas y otras riquezas sacadas de la cámara secreta de Moctezuma, incluido el cañoncito de oro llamado Fénix, es una prueba de esta acumulación –el quinto del rey- y de la de Cortés, que también se reservó para sí un quinto, como si fuese rey, y todas esas riquezas obtenidas de la guerra de rapiña le permitieron a Cortés volver a España rico y poderoso y de pobre hidalgo que eran su padre y él, codearse con los grandes de España y que el Emperador le concediera el título nobiliario de Marqués del valle de Oaxaca y que esta empresa comercial le permitiera casarse con la sobrina del duque de Béjar, Juana de Zúñiga, y volver a México con el título de gobernador y capitán general de los mares del Sur.

Estos logros los obtuvo Cortés por los padrinos que tuvo en la Corte y ante el Rey, a pesar de que el primer envío de riquezas a Carlos V se los apropió en alta mar el corsario Juan Florín (Jean Fleury), quien operaba en nombre de Francia, pues Inglaterra y Holanda no reconocieron nunca el reparto de las tierras del continente recién descubierto por Colón hecho por el Papa a favor exclusivo de España y Portugal.      De ahí el nacimiento de otro tipo de “guerra justa” en contra de España y Portugal, desatada por estos tres reinos, de los cuales, dos al menos, Inglaterra y Holanda, adoptarán el protestantismo iniciado por Lutero en 1519 y encarnarán otro tipo de política e ideología religiosa (la del capitalismo mercantil) que coadyuvará, a la postre, al desmembramiento en el siglo XIX del modelo de producción esclavista implantado por los españoles y los portugueses en América.

No solamente con la esclavitud del indio implantó España en América ese modo de producción, sino que a él le fue extensivo el régimen político del clientelismo y el patrimonialismo, cuyos fundamentos y funcionamiento se advierten claramente en virtud de las prácticas de gobierno de Cortés bien descritas y detalladas por Bernal Díaz del Castillo en su “Historia verdadera…” (794-95 y 965, 974; uso del dinero para corromper voluntades, 407-08; hidalguía de notoriedad, 710, nota 5; instauración del nepotismo por Cortés, 803, 809 y 817; dueño de los cuerpos, casa a su amante e intérprete Marina con Jaramillo, 841, n. 10; dueño la justicia y del monopolio de la violencia en el caso de la ejecución de Cuauhtémoc ante una sospecha de complot, 858-59 y degollamiento de su capitán Cristóbal de Olid por aliarse con Diego Velázquez, gobernador de Cuba y enemigo mortal de Cortés).

Estos rasgos mayores de la implantación de la conquista española en América definieron el modelo clientelista y patrimonialista de los futuros Estados hispanoamericanos después de la Independencia. El régimen de acumulación originaria impuesto por España y otras potencias europeas, salvo el caso excepcional de los Estados Unidos de América, no podía parir otra cosa por doquier que Estados clientelistas y patrimonialistas.

Incluso el mito de que Cortés fue el fundador del mestizaje en América es incierto. La fuerza de las circunstancias, la exigüidad de su ejército, la abrumadora cantidad de población indígena que imposibilitó el exterminio, como sucedió en el Caribe, así como la alianza que el propio Cortés hizo con los tlaxcaltecas y otros pueblos que se sentían oprimidos por la Confederación azteca, le obligaron, y a sus capitanes y soldados, a convivir maritalmente con las indias que tanto los aliados como el mismo Moctezuma les dieron en matrimonio, pues política y culturalmente no era conveniente desairar esas ofertas de un señor tan poderoso como aquel tlatoani, quien al igual que Cuitláhuac y Cuauhtémoc, trató de ganar tiempo, conocer mejor a Cortés y su entorno y la potencia que representaba, para intentar dar un golpe final, vencerles, apresarles y sacrificarles a los poderosos dioses de la guerra y del infierno: Huitzilopotli y Texcatlipoca, que les habían asegurado siempre victoria sobre los teules españoles.

Pero como afirma Jared Diamond en “Armas, gérmenes y acero”, el imperio azteca, con arcos y flechas, no podía derrotar a Cortés, quien disponía de arcabuces, escopetas, ballestas y caballos. Incluso pudieron atraparle y sacrificarle a los dioses y esa derrota hubiera sido momentánea, pues otros conquistadores más despiadados y tenaces como Pánfilo de Narváez o Pizarro hubiesen dado, más temprano que tarde, con la democracia militar implantada por los tlatoanis.

 

Aparecido en Areíto del 1 de junio de 2013 y se publica ahora en Acento.com.do