La historiografía mantiene desde su origen una tácita dualidad; Arte y/o ciencia. Contrario a la necedad gramática digo “y/o” porque para algunos historiadores es completamente refutable el carácter artístico de esta: etimológicamente la palabra se opone a la tradición oral que precede, bordea y supera la historiografía.

Sin embargo otro grupo de historiadores, menos absolutistas, sugiere, en cuanto a historia se refiere, que tanto ciencia como arte se complementan. Reconocen, estos últimos, que no se puede hablar de “La Historia” sino de “múltiples historias”. Sin duda la tradición oral es la mayor prueba del carácter sujetivo (como todo hecho filtrado por algún humano), de la intención y la exaltación de toda historia.

La tradición oral precede a la escritura pero todavía es una vía valida y necesaria de encaminar los patrones culturales determinados como buenos. El criterio para decretar la valía de estos patrones se desconoce pero es obvio que es establecido por la generación que se retira.

En este adoctrinamiento cultural casi todos los patrones son acogidos por la generación entrante pero algunos se quedan en el cedazo. Y en esta carretera cultural se establece una especie de contrato donde una parte dicta bajo su propio criterio, basado en la experiencia, pero la otra parte tiene la posibilidad de hacer caso omiso por lo que se conoce como el “cambio social”.

La tradición oral precede a la escritura pero todavía es una vía valida y necesaria de encaminar los patrones culturales determinados como buenos

El cambio social altera la valía de los valores (sin redundancia) con un criterio dolorosamente pragmático. Este cambio provoca un reordenamiento por pura necesidad y sin la ingenua subjetividad humana.

Por este fenómeno es que podemos comprobar que la pedofilia que en algún punto de la humanidad fue una necesidad hoy nos llega como un acto ilegal e inmoral. Sin embargo se oye decir muy a menudo que la inversión de valores es algo malo y que hay que retomar Los Valores.

Los valores se pierden, se vuelven obsoletos, innecesarios. Los recalcitrantes de las viejas generaciones recurren a ellos para tratar de salvaguardarse a si mismos de los cambios sociales que los desplazan o que al menos desplazan su poder. Es el caso del mito de la experiencia; la experiencia es un bien de utilidad incalculable pero por desgracia para si misma solo puede adquirirse con el tiempo.

Sin duda en algún punto de la humanidad el viejo fue el que por suerte o por habilidad logro sobrevivir más tiempo y por eso apilaba un tesoro de conocimientos vitales para la longevidad de los compañeros. Sin duda en otro punto de la humanidad el que tenia mas tiempo realizando un oficio era el que poseía mayores habilidades (aunque no innovara) en ese oficio. Los de mayor experiencia por tanto eran los mas valiosos y los del poder. La sociedad insegura premiaba el mérito comprobado. Ahora la sociedad ludópata premia al conocimiento (regularmente teórico).

Hasta hace poco tiempo los temerosos de ser desplazados de sus oficios mantenían un pacto silente: la “experiencia”. Tomaron la palabra como escudo sin recordar que lo valioso de la experiencia es el conocimiento acumulado en el campo del oficio (no meramente teórico). Mitificaron la palabra hasta el punto de la burla, a partir de ahí han tomado otra “la obra”.

La Obra es lo mas parecido a la experiencia porque se necesita un tiempo para forjarla, pero tiene una ventaja que esta no tiene; el valor de La Obra. A diferencia del saber acumulado por la experiencia, no puede ser medido por su utilidad. De hecho es sumamente difícil definir que es la obra, un misterio difuso e inescrutable como regularmente suelen ser los seres míticos.