Lo primero que parece indicarnos el pensamiento racional es que al definir el concepto “religión” sería erróneo partir del entendimiento de que se trata de una única e infalible creencia en un Dios creador que todo lo puede y explica, “que es el principio y el fin”.

Pero es así como lo hacemos, impulsados inconscientemente por nuestra cultura monoteísta. Ignoramos de esta manera la diversidad de divinidades de muchas formas del hinduismo, también las llamadas religiones étnicas y aquellas que convierten en divinidades cualquier tipo de manifestación natural o social. Igualmente, tiramos por la borda las que erigen en deidades a los propios seres humanos o que reflejan conceptos funcionales o van más allá y afrontan el complejo reto de negar la existencia de Dios o dioses, lo cual significaría, desde los linderos de nuestra tradición cristiana, afirmar que no son religiones.

También desde nuestro pedestal monoteísta somos muy propensos a clasificar las religiones según una escala evolucionista, sucumbiendo a la tentación de encasillarlas como atrasadas o avanzadas, en función del grado en que ellas aceptan o no los valores y normas del llamado mundo occidental, presentado con frecuencia como el único posible y ejemplar.  Abordamos en definitiva el concepto religión sobre la base de los prejuicios y las preconcepciones monoteístas, es decir, partiendo unilateralmente de las características y esencias culturales de nuestra propia fe cristiana.

Parecería, sin intentar ninguna definición que, por la propia etimología del término, la religión es un enlace entre el mundo interior y el exterior; por tanto, interviene el cuerpo físico dirigido por procesos bioquímicos (el cerebro), que es su compartimiento más complejo y difícil de descifrar, y un enmarañado mundo de relaciones sociales con sus marcos políticos, lingüísticos, simbólicos y culturales diferentes.

Ningún pensamiento interior, ninguna forma imaginativa o esencialmente subjetiva, ninguna experiencia que ocurra en los túneles de la topografía cerebral, queda sin cristalizarse en pautas culturales socialmente diferentes y contradictorias.

Como señala el profesor Francisco Díez de Velasco de la Universidad de La Laguna de Tenerife, “en el ámbito social de la religión se construyen los comportamientos colectivos, y la religión resulta uno de los vehículos más poderosos de la socialización, se enseña y se negocia en la palestra de lo público. No sólo forma una moral de lo privado, de lo íntimo, que se resume, por ejemplo, en tener que rendir cuentas de modo personal a una divinidad con la que se entabla un diálogo; esa introspección está formada por pensamientos y comportamientos heredados, vinculados a una colectividad que ordena la convivencia también por medio de la religión”.

En cuanto a la dimensión política indica que “los ámbitos políticos, en sentido extenso, son fundamentales y no podemos definir religión sin tenerlos suficientemente en cuenta. La religión ha actuado y actúa como clave en los mecanismos de sustentación de privilegios de todo tipo. Por ejemplo, entre géneros, cuando se postula la incapacidad, generalmente femenina, para desempeñar ciertos cometidos de índole religiosa tras los que se reflejan relaciones sociales de poder. Otro tanto ocurre entre grupos de edad, entre grupos sociales. La religión ha sido y es un mecanismo más del desempeño del poder, del control social” (negritas mías, js).

En lo político, añadiríamos nosotros, residen los grandes beneficios o las utilidades de las religiones.  El hombre humilde, cognitivamente rezagado y cruelmente abandonado en los alrededores del proceso de desarrollo, busca en las religiones una forma verdaderamente única de expresión, que termina siendo como un escape a su espíritu rebelado en un contexto de miserias humanas exacerbadas.

Por ello, quienes citan a Marx recordando interesadamente solo un fragmento de su famosa sentencia de que la religión es el opio de los pueblos, solo resaltan interesadamente uno de los elementos nodales de su enfoque sobre este tema. Ciertamente, en su Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, Marx escribe que “el sufrimiento religioso es al mismo tiempo la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es el alivio de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo”.

De este modo, agregamos nosotros, mientras más incapaz sea el sistema político de levantar a millones de criaturas de su ignominia material, mayor será la proliferación de las manifestaciones religiosas organizadas, incluidas las expresiones que son en realidad y literalmente verdaderas corporaciones de almas. En realidad, se trata de la conversión malvada de la perplejidad de millones ante un mundo cada vez más deshumanizado y brutalmente desigual, en pingües beneficios materiales y políticos.

Desde esta perspectiva racional de las religiones, en estos tiempos de Cuaresma, carentes ya vemos de todo sentido religioso, invito a reflexionar sobre las imposiciones dogmáticas; la barbarie extremista; los irritantes privilegios y abundancias de quienes supuestamente están llamados a orientar y conducir a los hombres por el camino del bien, la sobriedad, la moral y el respeto a los demás; la promoción inaudita de la superstición y el obscurantismo; la imposición de unos credos sobre otros y la sumisión y el conformismo promovido desde las élites religiosas.

El escape espiritual debe incorporar a la agenda la negación del exhibicionismo episcopal; la oposición irreflexiva a una maternidad no deseada; la agenda de género que horada la esencia y los fundamentos de la familia tradicional; el conservadurismo paralizante que ensalza la caridad o el cambio de fe por pan; la indiferencia de los congregados en el mundo apacible de los templos ante el crimen y la corrupción; la manipulación política; el enfoque de que el mundo vivo, real, el que sufrimos y disfrutamos, no es apto de mejoras o cambios; la aciaga simplificación de la superación de las dificultades a la promesa de la resurrección; el reduccionismo de lo vital y determinante a un ofrecimiento de salvación del que sabemos solo salen beneficiados los mismos glotones de siempre.

Exaltemos, al mismo tiempo, algunas funciones positivas de las religiones: alivio de la angustia ante la certeza de la muerte; la mitigación del sufrimiento en situaciones de enfermedades catastróficas; la santa idea de la purificación; cierto control de los excesos (en mis tiempos increíblemente efectivo); sus códigos morales; el despeje de dudas sin ayuda del racionalismo; la unidad y hermandad entre los hombres; la inspiración de las más grandes obras de arte y también de osadas epopeyas militares…

Como la religión está indudablemente en nuestro ADN, teniendo una tozuda y permanente vigencia tanto en los tiempos de la caverna como en esta era de sorprendentes conocimientos y progresos tecnológicos, deberíamos encontrar en ella algo más que una esperanza remota de alcanzar un mundo maravilloso, lleno de holgazanería, abundancias e indulgencias ilimitadas. 

Las crecientes legiones de religiosos y creyentes deberían empezar a ver sus vidas concretas como la sumatoria de contribuciones positivas individuales a la sociedad, pequeñas y grandes, y yuxtaponer esa necesidad ancestral de creer al pensamiento y a la razón, dos atributos exclusivamente humanos verdaderamente maravillosos.

¿De qué sirve nuestra fe religiosa que, haciéndonos subjetivamente más felices (en un entendimiento muy personal), al mismo tiempo disminuye imperceptiblemente nuestras capacidades como entes de transformación? ¿Para qué sirve ella si, además, acaba afectando nuestra resiliencia humana y nos torna, en definitiva, en seres más egoístas y satisfechos con la vida que tenemos? ¿Cómo conciliamos el individualismo religioso con la imperiosa necesidad de ser más proclives a razonar de la mano con actitudes críticas renovadoras y edificantes?