El libro memorioso del presidente Molina Ureña está plagado de notaciones de interés humano que radiografían los momentos acuciantes que él y un grupito de civiles y militares vivieron en el Palacio Nacional los días 25, 26 y 27 de abril del 1965, y que contrastan con ciertos tintes de su justificada amargura y comentarios punzantes condenatorios de la conducta del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó durante la última fase de la conspiración constitucionalista que desembocó abruptamente el 24 de abril de ese año.

En la página 202 retrotrae una escena de alto valor evocativo, confirmadora de que la causa constitucionalista estaba ahíta de emoción y convicción patrióticas. Los últimos y pocos resistentes cantaron con vigor redoblado el Himno Nacional en la fase más agresiva del bombardeo del Palacio Nacional por barcos de la Marina de Guerra y por aviones que comandaba el oficial piloto Aquiles Álvarez Peynado. Aquellos hombres y una mujer concentraron el fervor de la causa democrática en medio de escombros con sus rostros maquillados por el polvillo de partes del techo y paredes agrietadas o perforadas por cohetes.

“Mientras tronaban contra las paredes del Palacio Nacional los proyectiles disparados desde los barcos de la Marina de Guerra y los aviones dejaban caer sus mortíferos cohetes, bombas y balas de ametralladoras, se oyó la voz potente y vibrante del senador por Santiago, Dr. Aníbal Campagna, que había venido a arriesgar su vida en acto de solidaridad, para pedirnos que lo acompañásemos a cantar nuestro himno nacional. Lo entonamos con emocionante unción, nuestros ojos cubiertos de ardientes lágrimas y con los puños levantados, como si quisiéramos alcanzar el cielo, para fundirnos con la estrella que ilumina al Padre de la Patria Juan Pablo Duarte. Nunca fueron más emocionantes su letra y sus notas”.

Nos cuenta que algunos de los civiles y militares que durante las horas diurnas arriesgaban estoicamente sus vidas, evadían en horas de la noche en medio de “tenebrosas penumbras” permanecer con él en el Despacho Presidencial

Sólo disponían de un teléfono sobre un escritorio de una oficina de un piso superior al que ocupaban y que era atendido por un héroe anónimo, el único “sirviente” que se quedó, quien para transmitir los diversos recados luego de marcar o procurar a los que eran llamados “se movía de pasillo en pasillo, ante la desolación que imperaba en toda el área palaciega”…a veces en medio de los estertores de las explosiones de los cohetes y de los ¡traque…traque! de las temibles ametralladoras calibre 50 de los aviones comandados por Álvarez Peynado.

Nos cuenta que algunos de los civiles y militares que durante las horas diurnas arriesgaban estoicamente sus vidas, evadían en horas de la noche en medio de “tenebrosas penumbras” permanecer con él en el Despacho Presidencial que fuera del tirano Trujillo Molina por temor a su fantasma que supuestamente deambulaba penando por allí, según las leyendas “inverosímiles por lo espeluznante que resultaban”. (Pág. 186). Se iluminaban con velas y lámparas de kerosene y si tenían que movilizarse entre despachos y pasillos “lo hacíamos con linternas”.

Sus memorias contienen numerosos datos de rasgos distintivos respecto de la activa participación de los representantes civiles y militares de Estados Unidos antes y durante el golpe de Estado contra el presidente Juan Bosch, y durante la fase conspirativa de los constitucionalistas para reponerlo y de respaldo a las fuerzas antidemocráticas desde el inicio de la revolución constitucionalista.

Refiere con simulada amargura que el Secretario General del PRD, Antonio Martínez Francisco, espécimen político curioso que actuaba como agente político omiso y de autonomía relativa al servicio de la Embajada de los Estados Unidos, evitó que miembros del Comité Ejecutivo se unieran a Molina Ureña en el Palacio Nacional reteniéndolos en su residencia, lo que a nuestro juicio es un claro indicio de evitar una solución política y así alentar una solución militar que degenerara en la intervención de sus tropas como finalmente aconteció.

Por lo demás, el autor deja caer como quien no quiere la cosa la casi permanente presencia de actores militares y civiles estadounidenses durante los procesos conspirativos y de inicios de la revolución dejándonos dicho así que la Embajada manipulaba esos procesos, lo que a nuestro modo de ver desmiente la tesis de que estaban tan despistados que hasta el Embajador y otra parte importante del personal se había ausentado del país días antes del estallido.

Como personaje novelesco digno de protagonizar una narración antiheróica el despersonalizado “coronel” –vaya chiste de cuartel- Pedro B. Benoit, cabeza de una comisión negociadora de San Isidro, aparece en diversas páginas en su papel de bufón al que sus propios compañeros lanzaron en medio de leones hambrientos cuando iniciaron sus feroces ataques mientras él negociaba una solución pacífica. ¡Y el barbarazo regresó a San Isidro y tuvo la infausta gloria de firmar una solicitud de pedido de intervención de las tropas norteamericanas!

-“Dios mío, se están volviendo locos; estas cosas han podido y debido evitarse”, dijo el personaje novelesco Benoit a Molina Ureña poco después del inicio de los ataques. “Vino hacia mí, me hizo el saludo militar y lo despedí estrechándole la mano”. (Pág. 178)

Luego se unió a los demás miembros de la Comisión Negociadora y en medio del reinicio del salvaje ataque, que fue el punto de partida de la guerra cívico-militar que se desató a continuación, el simpar Benoit levantó la vista, miró el interior del techo de un salón del palacio de gobierno y creyó que veía el cielo y exclamó:

-“Dios mío, ¿es necesario que corra sangre de hermanos dominicanos?” (Pág. 179)

 

Cincuenta años después me pregunto ¿y qué corrió y de quiénes, después que él solicitó por escrito la intervención de los 52 mil marines que nos invadieron a partir del 28 de abril de 1965?