Alguien que aprecio mucho me ha pedido que escriba con más alegría. “Siempre te leo”, me dijo hace poco mientras almorzábamos juntos en el comedor de la institución donde laboramos. “A veces eres muy negativo. Deberías ser más alegre y positivo. No todo es triste o malo en este mundo”.

Saber escuchar es un arte y una cualidad preciada. No todos la tienen y yo quisiera tenerla. Hablamos, hablamos sin parar con los demás, pero no sabemos escucharles. Shakespeare aconseja: “Presta a todos tus oídos, pero a pocos tu voz”.

ilustración del artista visual JAVIER ROSA.

Tengo bien claro que no se debe escribir para complacer a los demás. Es cierto que uno escribe para el otro. Si no hubiese alguien que nos leyera, que nos descifrara, no tendría mucho sentido escribir en la prensa. Siempre hay alguien que nos deletrea. Mal que bien, los otros están ahí. Puede que sean el infierno, como pensaba Sartre, pero también son la condición de mi felicidad. Uno escribe para el otro, sí, pero no buscando su aprobación o su complacencia, sino acaso su comprensión o, mejor, su complicidad. Y sin embargo, quien escribe nunca debe someterse a las veleidades del público lector.

Mal podría cambiar o falsear el tono y lenguaje con que escribo sin traicionarme a mí mismo. Sólo intento ser auténtico, sincero, coherente. En el texto que escribo dejo traslucir mi visión del mundo y de la existencia. Personalmente puedo parecerme o no al que escribe estas líneas, pero eso es ya otro asunto.

Comprendo que la gente quiera leer cosas agradables. Comprendo que se sienta hastiada de tantas malas noticias y que se niegue a renunciar a la esperanza. Lo comprendo bien, pues yo también me niego a ello. Puedo escribir con jovialidad y expresar esa joie de vivre que me embarga. Lo que no puedo es ser complaciente. Me resisto al optimismo light de estos días.

Como todo el mundo, yo también tengo mis alegrías. No son pocas, ni tampoco numerosas. Desearía que fuesen infinitas, pero son exactamente tantas cuantas me permite la vida. Podría improvisar ahora un catálogo de ellas. Mencionaré sólo algunas: compartir con mis hijas, el encuentro con los buenos amigos, un paseo por el malecón de Santo Domingo, unas vacaciones fuera de la isla, la lectura, el cine, una noche de jazz, un buen vino tinto y una buena comida, una conversación amena, esa visita anhelada, la íntima compañía de una mujer…

Pocas cosas en la vida me son tan gratas como conversar con una mujer inteligente y sensible, siempre que no sea demasiado hermosa. Es un estímulo para el cuerpo y el alma, y un bálsamo para el espíritu. La compañía de los hombres es aburrida. Con la mayoría de ellos se aprende poco. Para un hombre, el universo masculino carece de misterio: es previsible.  En cambio, con las mujeres se aprende mucho. Siempre nos enseñan, siempre nos asombran, aun cuando se tornan volubles y veleidosas. El universo femenino es impredecible. La mujer es un perpetuo misterio. La vida, mi vida, sería insoportable si se me privase de la compañía de ciertas mujeres. Un personaje de Bergman dice: “Con las mujeres la vida es un infierno…y sin ellas también”.

Vivir aquí puede convertirse en motivo de regocijo. Entre tanto absurdo insular, la mirada atenta debe descubrir destellos y fulguraciones, luminosas alegrías. Amo la música. Nietzsche dice que sin música la vida sería un error. Una de mis alegrías insulares es escuchar a Juan Luis Guerra y a Michel Camilo.

El cine es una de mis viejas pasiones. Siento que vale la pena estar vivo si aún se puede volver a ver películas como Casablanca, Amarcord o Manhattan.

La lectura es uno de los mayores goces de la vida. Igual que la escritura, constituye un goce solitario, íntimo, intransferible. Me gusta leer. Para mí, más que un hábito, es una vocación y un destino. Pienso que, antes de nacer, en alguna parte del universo ya estaba inscrito mi destino de lector. Como otros, no soy capaz de imaginarme un mundo sin libros. En ellos procuro placer y sabiduría.

Apenas menciono aquí a la filosofía, mi único amor constante e incondicional, pues es un amor no compartido. No me exige nada y me lo entrega todo. “¿De qué serviría la vida si no se gozase de los placeres de la inteligencia?”, le pregunta Fedro a Sócrates.

Podría mencionar algunas otras alegrías que a ratos me hacen feliz y me apegan más a la vida. Quedarán para otra ocasión. Poco importa que no sean muchas si son suficientes.

Alguien que aprecio mucho me ha pedido que escriba con más alegría, y yo le he escuchado con atención sin saber qué decirle. Ese alguien ignora mis más íntimas alegrías, quizá porque me desconoce. No siempre se es como se escribe.