Al principio, Stefan Zweig fue un escritor desconocido que se atravesó en mi vida en tres ocasiones: Mi padrino Tabaré Espaillat me recomendó la lectura de su obra “Momentos estelares de la humanidad”; mi amiga Carolina Pérez me pidió encarecidamente que leyera su biografía de Fouché; y Marquito González, nos habló maravillas de la obra, no de “Sueig”, sino de “Schvaig”, no sin cierto orgullo mal disimulado por ser el único que sabía pronunciar el apellido del escritor, en alemán, como se debía.

No recuerdo cual de estas situaciones se dio primero. Pero desde que comencé a leer a Zweig no pude parar. Los “Momentos estelares de la humanidad” son excelentes. Se trata de un mosaico, de pequeños relatos de momentos decisivos de la Historia, desde el descubrimiento del Océano Pacífico hasta la composición de La Marsellesa, pasando por la Batalla de Waterloo. Su escritura es magistral. Recuerdo cómo, a pesar de conocer de sobra el resultado de la batalla, sucumbía bajo el suspenso que Zweig logró en dicho relato. Hasta el final estuve esperando con ansiedad el retorno al campo de batalla del mariscal Grouchy, a quien Napoleón había ordenado de perseguir a los prusianos. Pero Grouchy estaba comiendo fresas con crema en la aldea de Wavre, creyendo que los cañones que sonaban a los lejos eran truenos anunciando la lluvia.

Napoleón perdió, por supuesto.

Lei también la biografía de Fouché, acaso curioso de conocer la vida de ese malvado político considerado por muchos como un precursor de Balaguer. Su lectura me cautivó. De hecho, pienso que Zweig, gran escritor entre los grandes, es un gigante de la biografía. Su capacidad de disecar la sicología de cada uno de los personajes históricos sobre los que escribió, unida a la fineza de su prosa hace de sus biografías verdaderas obras maestras. De entres todas las que he leído (las de Erasmo, Magallanes, Fouché, María Estuardo y María Antonieta), la de la decapitada reina de Francia es la mejor. Para que tengan una idea, cuando estuve en Praga, cuando me paseaba por el Puente Carlos y el cementerio judío, no hacía más que desear volver al viejo hotel de la época soviética donde me alojaba para tirarme en la cama y continuar leyendo dicho libro.

Pero las novelas de Zweig no se quedan atrás. En las mismas pueden disfrutarse de la misma perspicacia sicológica y el mismo sublime estilo. Zweig logró describir magníficamente la locura en “El Jugador de Ajedrez” o “Amok”y el alma femenina en “24 horas en la vida de una mujer”. En “La confusión de sentimientos”  su descripción de la sicología del protagonista es tan precisa que el mismísimo Freud lo felicitó por dicha obra.

Durante largos años viví, literariamente, a principios del siglo pasado. Al final, dije adiós a Zweig, no porque me desagradara su obra, sino para conocer a “nuevos” escritores como Philip Roth o Paul Auster, que eran desde hacía tiempo, grandes escritores.

Zweig fue un hombre sensible. Afortunadamente para él y para nosotros, la buena posición económica de su familia evitó que tuviera que trabajar en otra cosa que no fuera su arte. Pero la vida no siempre lo trató con delicadeza. El ascenso al poder de Hitler lo obligó a exilarse – Zweig era judío -, primero en Londres y finalmente en Brasil. Avergonzado de la barbarie a la que se entregó su Europa por segunda vez, decidió suicidarse junto a su esposa en 1942. Junto a su cadáver se encontró una carta en la que justificaba su decisión:

“Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

He aquí otro gran escritor como Camus que, como Camus, fue un gran hombre.

(Los interesados en la obra de Zweig pueden contactarme: Les enviaré los libros electrónicos que de él tengo).