Vitalina y Brígida eran mis dos abuelas, paterna y materna, respectivamente. En este, el mes de las madres, vengo pensando mucho en ellas.

Mamábuelita era como le llamábamos a mi abuela de parte de madre. Siempre pensé en ella como una mujer abnegada, aunque mientras más analizo su historia, más reconozco elementos de una mujer tenaz, con una increíble fuerza. Durante sus años mozos, viviendo en Jánico, crió diez hijos, mientras mi abuelo partía por temporadas.

Mi abuela paterna, por su parte, habría tenido unos cuarenta años cuando en 1961 dejó a su marido y arrancó con sus ocho hijos del campo a la ciudad. Nada fácil para una mujer casada con un hombre reconocido en su entorno por su carácter autoritario. Durante años escuché fascinada la historia de cómo una mujer sin escuela tuvo la determinación de que sus hijos recibieran una educación formal, y la entereza de marcharse sola a encaminarlos. Aquel hubiese sido un acto difícil en cualquier etapa, pero añadiendo que se trataba de finales de la dictadura de Trujillo, requería además, tremenda visión y valentía. 

Cada una de mis abuelas perdió hijos pequeños. Mamábuelita tuvo dos pérdidas, otros dos murieron recién nacidos y una hija murió de dos años, y mamá Vitala perdió una hija cuando esta tenía unos tres años. Cuando reflexiono al respecto se me ocurre que las dos probablemente llevarían un duelo interno que cargarían en silencio. 

No me puedo imaginar entonces lo que sentiría mi abuela Brígida cuando con tan solo diez años de edad, a una de sus hijas le dio una meningitis con la que casi pierde la vida. Entre ahorros de lo que enviaba mi abuelo, y dinero prestado, consiguió suficiente para internarla en Santiago, y allí estuvo con ella durante meses, delegando en sus hijos mayores para que se hicieran cargo de los demás. 

Mamá Vitala, mientras tanto, tuvo que sentar pie por un tiempo en su pueblo natal, Imbert, hasta que sus hijos llegaran al nivel máximo escolar allí, que era el octavo de primaria. En ese interín fue que en realidad nació su octavo hijo, asumo que entre dimes y diretes antes de divorciarse legalmente de mi abuelo. Y en ese trajín de vida, cosía ropa a mano y cocinaba todo tipo de platillos y dulces, que luego salían a vender por el pueblo sus tres hijos mayores. Cuando el primogénito llegó al octavo grado, de alguna manera encontró los recursos para finalmente llevárselos a todos a la capital, donde logró montar una pensión de estudiantes, en la que trabajaba como buey, haciéndose cargo además de la alimentación de sus inquilinos con aquellas, sus manos huesudas. 

Mamábuelita no se quedaba atrás y aunque permaneció casada toda su vida, vivía otro tipo de soledad. La ausencia de su esposo, que a esas alturas tenía también otra familia en Santo Domingo, la obligaba a buscárselas para cumplir con gastos eternos. Años más tarde, cuando mi abuelo se retiró y regresó a vivir con ella a Santiago, mamá continuaba preparando esquimalitos: de coco, de frambuesa, de uva, y si mal no recuerdo, hasta de batata, y desde su nevera llena de escarcha, le vendía hielo a la gente del barrio. 

Mamá Vitala perdió la pensión de estudiantes, y como solución, siendo que su padre era puertorriqueño y le tocaba la ciudadanía americana, decidió mudarse a Estados Unidos, donde vivió varios años con una de sus hijas. Más adelante se mudaron a Puerto Rico, y en la década de los noventa, volvieron al puerto de origen, República Dominicana. 

Mamábuelita era católica practicante, mientras que mi abuela Vitala estaba más del lado agnóstico, pienso yo, porque nunca tuvo prácticas religiosas de ningún tipo, algo poco común para una mujer de aquella época. En eso soy más como ella. Cuando mi abuela materna nos visitaba a la capital, y de vez en cuando me llevaba a misa, cuestionaba todo y me aburría mucho en la iglesia. Sin embargo, debo añadir que en lo referente a estos menesteres, ninguna de estas dos mujeres juzgaba a nadie por sus creencias, ni obligaba a los demás a pensar como ellas. Dentro de los condicionamientos sociales, creo que eran bastante liberales, y de hecho, se llevaban muy bien cuando se veían. Algo dentro de mí piensa que tal vez se reconocían mutuamente como personas que habían recorrido travesías extraordinarias.

Mamábuelita tuvo siempre la capacidad de mantener una actitud positiva ante los retos, pero por desgracia, padecía de muchos malestares físicos. Sufría de reumatismo y recuerdo vívidamente el dolor que le causaban sus piernas constantemente entumecidas, y lo difícil que le resultaba mantener una dieta balanceada para enfrentar su diabetes. Aún así, se conformaba con los masajitos breves que le dábamos los nietos, tras una buena sacada de piojos.

Mamá Vitala, por otro lado, a pesar de su fortaleza física y lucidez mental, en algún momento cayó presa de una especie de depresión silenciosa. Un día se tiró en una cama de la que apenas se levantaba. Así pasó su última -y larga- porción de su vida, y aunque nos costaba entender el porqué, me queda claro que en sus circunstancias eran pocas las alternativas de una mujer que desde su infancia -habiendo perdido a su madre a los diez años- se tuvo que encargar de su padre, de sus hermanos, y finalmente de sus hijos, hasta que un día, ya no se sintió necesitada y se le fueron las ganas de seguir adelante. En algún punto el glaucoma le hizo perder casi toda su visión, así que se guiaba por la voces para reconocer a los suyos, y si por alguna razón le fallaba la memoria, tenía preguntas clave con las cuales identificarnos. Viviendo en Nueva York, la llamaba a menudo, y la conversación iba más o menos así: 

– ‘Ción mamá

  • Dios me la bendiga. ¿En Nueva York vive usted?
  • Sí, mamá.
  • ¿Tiene novio?
  • Sí, mamá
  • ¿Y un gato?
  • Sí, mamá.

Además siempre le interesaba saber que estábamos económicamente estables. Cuando le recordaba que era actriz, respondía con un sencillo, “oh”. Asumo que la actuación no era un oficio que asociara con seguridad; siempre supuse que algo más formal, como abogada o doctora, le hubiera sonado mejor, aunque jamás comentó nada al respecto. Eventualmente mi relación con mi pareja llegó a su fin y se me murió el gato, y desde entonces ya no los incluía más en su sesión de preguntas, tal vez aliviada de tener dos cosas menos de las cuales acordarse.

Mamabuelita falleció en el 2007, a los 81 años, y mamá Vitala en el 2016 a los 94. Me ha tocado vivir ciertas experiencias para entender a profundidad lo que cada una tuvo que enfrentar. Estas mujeres me abrieron camino, y ahora en mis cuarenta, las admiro más que nunca y me siento sumamente afortunada y agradecida de llevar el ADN de ambas. Para mí fueron y serán siempre verdaderas guerreras.