Cuando Baní era apenas una aldea, donde todos compartíamos los mismos espacios (iglesia, parque, escuela, campo de beisbol, cine, y hasta los mismos amores), era profunda la admiración por los ríos, los arroyos, las rigolas, el mar, la lluvia, las flores y las plantas. Aquella valoración de la vida nos mantenía unidos a todos. Por eso, nos queríamos tanto.
Los sueños eran alcanzables, porque no pasaban de la altura del Cucurucho de Peravia, ni mucho menos del Cerro Gordo. Andamos por allí descalzos, pisando coralillos rosados y abrojos amarillos. No había que pedir permiso para coger mangos ni cajuiles de los conucos ni de los patios, porque todos nos conocíamos y existíamos como hermanos. ¡Era una aldea feliz!
En mi casa, que era la casa de mis abuelitos maternos, había una panadería, “Yolanda”. Tenía una entrada majestuosa, arropada por tres matas enormes de limoncillos (Quenepa), una de guanábana, dos de granadas, una de bija, un parral de uvas y un hermoso jardín con una increíble diversidad de flores y de rosas.
Todos en la familia, amábamos la naturaleza, paralelo a los panes “de agua”con mantequilla de nata que preparaba mi abuelita, una delicia que retumba al evocar, mis recuerdos de mi infancia. Pero no era igual para mi Tía Mirtha (la más pequeña de mis tías) ella, a pesar de aquellos manjares de la panadería, prefería estar horas y horas cuidando las flores y las rosas del jardín.
Tía Mirtha, era una artesana, poeta, una artista de amplia dimensión humana, estudiante ejemplar, atleta, colocadora oficial del legendario equipo de volibol Rosy, pero prefería como compañía a sus plantas, en especial a sus rosas. Por su amor y profundidad espiritual, logró comunicarse, con aquel fascinante mundo de las plantas; conversar con cada una de ellas, captar sus esencias curativas, hasta lograr un espacio mágico. Sabía sus nombres en particular, les hablaba, les hacía chistes y se reía con ellas. A veces, sin saludarlas, les cantaba canciones con ternura.
A las plantas consentidas de tía Mirtha nunca les faltaba agua, cuando una se deterioraba, muchas veces se levantaba de madrugada a ver como estaba. Las acariciaba, le daba ánimo y le hacía cuentos para que se renovaran y se libraran de malas vibraciones. Había un intercambio de energía entre ellas. ¡Las curaba con el cariño y el amor!
Tía Mirtha amaba todo lo que representaba la naturaleza, por eso, además de su amado jardín, le agregó la alegría de sus mascotas a su propio paraíso. Tenía varios perritos, de todos, la más llamativa es alegría. Alegría saluda a cada visitante, sin importar quién pueda ser, salta a su regazo, como sucedió conmigo durante mis visitas. La partida de mi tía Mirtha, llena de tristeza también a sus mascotas.
Pasó el tiempo y su patio, en el Pueblo Abajo, se convirtió en un paraíso, mágico, lleno de energías positivas, lleno de espiritualidad. Era un santuario que nadie quería profanar ni abandonar después de llegar. Las plantas y flores estaban delicadamente colocadas, cuidadas con celo y amor. Los limones, mandarinas, granadas, aguacates, guanábanas, guayabas, carambolas, plátanos, verrón, malagueta y mangos, en agradecimiento, eran extremadamente generosas con Tía Mirtha. Ella recogía permanentemente sus frutas y las repartía a todos sus visitantes, risueña de alegría y de felicidad.
Su mejor entretenimiento era buscar flores poco comunes. Las sobrecuidaba, las mimaba, las mostraba con orgullo y repartía hijitos de las mismas, con sus visitantes, como una manera de compartir sus tesoros. ¡Su generosidad era total!
Por su profunda relación humanizada con las plantas, en especial con las flores y con las rosas, hace tiempo que la soledad pasó de largo por su casa y solo tenía la nostalgia de sus seres queridos, sus ancestros.
Tía Mirtha, mi tía más querida, la que hablaba con las plantas, las flores y las rosas. La de la sonrisa permanente, la de la ternura desbordante; la que me enseñó el amor por la naturaleza, la que me mostró con su ejemplo las esencias de la vida, la que me decía que siempre había que sonreír, decidió ir a sembrar plantas y flores a un paraíso junto a Dios, que no necesitan ni sol ni agua, sino del amor con que ella siempre las cuidó. ¡Hasta luego mi Tía del alma! ¡Siempre te recordare!