Cuando un ser humano de su cama se levanta y al cielo ve, se reconoce digno en una inconsciencia tácita que representa al individuo en su entorno. Cuando todos se levantan, la dignidad individual se eleva tomando fuerza de todas las manifestaciones culturales, sociales y espirituales para, tomar en sí misma, la forma de Dignidad Nacional. Y eso, más allá de cuestiones políticas y religiosas, es lo que define la fuerza de una nación, y lo que justifica su pasado y augura su futuro.

Desde hace muchos años, a través de la publicidad subliminal, la malversación de la historia y otros mecanismos aparentemente imperceptibles al ojo social, los países de mayor desarrollo han reafirmado los cimientos de su avance con base en la debilidad del imaginario nacional de los países menos desarrollados; creando en la mentalidad de la población un sentir de menosprecio hacia sí mismos y a todo lo que puedan producir.

Este sentir se expande y se cultiva en forma de conmiseración que los individuos hacen latente cuando justifican sus faltas tomando una queja, generalizándola,  y volviéndola parte de la cultura como algo “intrínseco” y hasta natural, “así somos”, siendo este comportamiento provocado y alentado por entidades externas que impiden nuestro desarrollo cabal.

Los poderes externos alimentan sus virtudes y sus pretensiones democráticas a través de volvernos el ejemplo de lo que “no es”, rompiendo la estructura emocional de la sociedad colectiva y moldeándola a su antojo, formando de esta manera, no solo un incentivo para la fuente de la corruptela, sino un convencimiento conjunto de qué somos a partir de cómo ellos nos ven.

Es de carácter imperativo comprender el valor de nuestra sociedad, que, aunque se vislumbre herida por las garras invasoras, abusos, y un sistema de corrupción imperante, no es menos cierto que nunca hemos dado tregua; que si el dolor nos aqueja el pecho, no es por falta de fuerza ni de coraje, sino de memoria: luchamos tanto que olvidamos aceptarnos; porque la lucha ha sido ardua, y el progreso, aunque seguro, se presenta despacio.

Por lo tanto, es urgente el ejercicio de la memoria, el recuento de los actos acaecidos, tomar, con delicadeza y decisión, la historia de lo que somos y de lo que hemos sido; hurgar en lo que siempre nos dijeron y siempre creímos, susurrar nuestro nombre común hasta que el eco deforme las voces. Solo así, en conjunto y conscientes, sabremos quienes somos.