El linchamiento de George Floyd, el hombre afroamericano estrangulado por el policía blanco Derek Chauvin en Minnesota el 25 de mayo de 2020, hizo estallar nuestras frustraciones en la lucha por la justicia racial de forma inédita. Por varias semanas, asumiendo los riesgos corporales, nos unimos y nos interpusimos a la guerra global contra los cuerpos negros. Se dieron muchas conversaciones estimulantes. Por un instante parecía como si finalmente hubiese llegado el cambio sísmico esperado. Pero al volver a nuestros afanes de costumbre, a la complacencia, al cruce de brazos y ese hablar sin escucharnos, la disparidad racial, la ignorancia y el olvido siguen atrincherándose.
Aprovecho esta oportunidad para retomar el tema del racismo a raíz de la tragedia de George Floyd, una en un millar de casos de muertes por odio racial, pero también a raíz de varias inquietudes, ideas y reflexiones que tienen mucho que ver con el vínculo entre lo lingüístico, lo racial y la identidad y sus implicaciones en la política y gestión pedagógica. Debo dejar claro desde el principio que mis inquietudes en relación al racismo y otros tipos de chovinismo no son tan solo teóricas. Soy afrodescendiente de origen dominicano, persona bilingüe, hijo de migrantes y criado en Nueva York. En varias ocasiones, la integridad de mi pellejo ha dependido de mi aguda conciencia de que el racismo se sufre en carne y hueso y también de nunca dejar de ser consciente de mi entorno.
Un sinnúmero de veces en distintas partes del mundo he tenido que solventar el peligro y vivir en carne propia esas apesadumbradas experiencias en las que un individuo o un grupo me ha detenido, interrogado, amenazado o rechazado porque a su vista no le cuadra mi perfil fenotípico, mi habla o modo de expresión, la mochila de diferencias que cargo conmigo. Una vez en un bar de un barrio en Madrid donde me encontraba entró una banda de ultras del Futbol Club Real Madrid. Mientras unos iban destrozando el amueblado y la decoración del bar, un grupito agresivamente me rodeó gritando a coro: “No queremos rappers. No queremos rappers. No queremos rappers”. Yo estaba allí con mi chaqueta de cuero, mi gorra de beisbol, y mi tumbao, “con un flow bien natural”, como dice Tito el Bambino en su canción “El Patrón”. En cuestión de segundos, arrebatados por mi piel negra y mi look, con un esquema de elementos visuales y sonoros me construyeron como rapero. Para alimentar más aun su agresión, esperaban una de dos reacciones de mí: que me acobardara o me enfureciera. Pero me mantuve firme e inmutable. No esperaban chocarse con mi impasividad constante. Se agotó su cántico y los vi alejarse medio decepcionados. La admiración, el desprecio y el miedo que expresan algunas personas ante las facciones, la voz o cualquier otra característica del “otro” son el resultado de muchos factores, pero especialmente de esa mezcla de ignorancia y prejuicio que fundamenta muchos de los conflictos sociales que más nos impactan.
Tenemos varias deudas con Frantz Fanon, el filósofo martiniqués que escribió el libro Piel negra, máscaras blancas (1952), entre otros clásicos del pensamiento negro y anticolonial. La cuestión lingüístico-racial aparece en los análisis de Fanon al reflexionar sobre lo que él llamó “la relación de sustento entre lengua y grupo”. Fanon parte definiendo un problema que nos toca vivir a todos los negros y negras, el problema de afrontar la mirada blanca que nos teje con mil detalles, anécdotas y relatos. Relata una anécdota de lo que le sucedió cuando terminaba sus estudios en Francia y escuchó a un niño blanco exclamar con repugnancia: “¡mira, un negro!”. Los análisis de Fanon se enfocaron directamente en las diversas formas que la mirada blanca fija la identidad del otro, distorsionándolo: “pero allá abajo en la otra ladera, tropiezo y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fija, en el sentido que se fija una preparación para un colorante”. Ahora nos toca ir más allá de la dinámica óptico-epidermal, “el esquema histórico-racial” (en palabras de Fanon), para explicar las nuevas formas del racismo y los procesos que sellan la negritud en sí misma, convirtiéndola en blanco del racismo.
Ahora, las nuevas formas y prácticas del racismo son tan sutiles que pasan desapercibidas. Se materializan en construcciones casi imperceptibles como las del comentario de una mujer blanca educada en universidades de élites quien dice a una amiga y en frente de su hija menor, refiriéndose a su masajista privada: “esa negrita es pequeña, pero tiene una fuerza”. No se trata de un insulto, por sí mismo, pero su comentario, mediante del uso del diminutivo, exagera la potencia física de la persona en cuestión a la vez que la disminuye como sujeto político.
Hace un par de años, me encontraba en un congreso de estudios caribeños en Cartagena, Colombia. Mi compatriota, el escritor dominicano Fernando Valerio-Holguín, y yo conversábamos espontáneamente con dos profesoras españolas de una universidad en EEUU. De repente, muy asombrada una de ellas nos interrumpió con la siguiente pregunta y comentario: ¿Son ustedes dominicanos? ¡Pues que bien hablan español! Nos encontramos ante la convergencia problemática de lo lingüístico-racial. La sociolingüística crítica recientemente ha identificado este fenómeno con el rótulo de “la racialización lingüística”. Existen varias formas de racializar los cuerpos. Y los trabajos de algunas investigadoras tales como la peruana Virginia Zavala nos ayudan a entender como lo lingüístico e incluso el silencio definitivamente juegan papeles clave en los nuevos paradigmas de desigualdad.
¿Cómo se racializa lo lingüístico? En principio, se vinculan ideas sobre lenguaje con lo racial a la vez que se insiste en que ambos son fenómenos naturales. Para muchas personas, “la raza” y “la lengua” son fenómenos naturales y no resultados de procesos de educación y dominación de sujetos dentro de relaciones de convivencia, dominación y resistencia. Se insiste en que, como fenómenos naturales, hay lenguas puras e impuras, superiores e inferiores, independientemente del valor del individuo y sus atributos intelectuales y morales. Aun las mentes más brillantes y los humanistas más sensitivos de América Latina incorporan esa noción de pureza proveniente del concepto de pureza de sangre del racismo colonial. En nuestras luchas diarias y en nuestros diálogos con la historia y la cultura, tenemos que interrogar estas nuevas formas de racismo y remover los disfraces de la discriminación racial en América Latina.
En particular, el racismo antinegro actual es un virus particular cuya trasmisión aprovecha la circulación de las ideologías lingüísticas pero que también depende de la economía de afecto, esas indeterminadas estructuras de sentimiento y el caos pasional que definen gran parte de nuestras vidas, relaciones y experiencias. En otras intervenciones abordaremos dicha dimensión subjetiva y sus implicaciones políticas y pedagógicas.