Los recursos minerales representan una oportunidad potencialmente transformadora para apoyar el desarrollo, siempre que consideremos su aprovechamiento integral bajo el cumplimiento de estándares, fiscalización estatal eficiente, responsabilidad y compromiso a toda prueba de las empresas. Pero tal explotación deseable puede resultar en una simple declaración populista para convencer a los fieros opositores de la minería.

Siendo así en el mundo real (por ejemplo, Venezuela con sus inmensas reservas de petróleo y el discurso oficial de más de ocho décadas sobre “sembrar petróleo”), y tomando en cuenta que los recursos minerales son finitos, ¿serían realmente capaces las autoridades de este siglo de impulsar su explotación sin destruir el entorno natural y la biodiversidad, impactando positivamente el desarrollo nacional?

Lo cierto es que los daños podrían minimizarse-y de hecho se tornan cada vez menos relevantes en las potencias mineras de vanguardia- significativamente si los reguladores aseguran las inspecciones rigurosas, el cumplimiento de la normatividad y la rendición de cuentas. Del mismo modo, si se hace lo que tiene que hacerse en materia de desechos y emisiones (partículas, gases y efluentes líquidos), planificación del cierre de minas, manejo ambiental, uso de la energía y del agua, mitigación de las amenazas a la diversidad biológica y actuación firme y sostenida frente a ciertos funestos legados históricos de la minería.

Para actuar con la debida eficiencia en todos estos planos es preciso disponer de un marco regulatorio moderno, abarcante, competitivo y razonablemente equilibrado, sin dejar de priorizar los intereses legítimos del Estado.

Está fuera de discusión que las inversiones mineras, sobre todo las de las grandes corporaciones, se administran muy sosteniblemente desde la óptica del retorno de jugosos rendimientos a sus accionistas. No obstante, y siendo este el interés central e inevitable de cualquier empresa en una economía de mercado, el asunto más importante radica en la garantía del compromiso de observancia de las reglas, guías, directrices y controles.

En un Estado débil con una fuerte tradición de permisibilidad indecorosa y un predominio lacerante del clientelismo o de la visión de la actividad política como negocio, las sustantivas ganancias de las empresas suelen combinarse con la destrucción ambiental, escasos impactos en el desarrollo, destino improductivo de la renta estatal minera y meteórica movilidad económica de los reguladores intervinientes.

Esta triste realidad afirma nuestra convicción de que la primera sostenibilidad que debemos asegurar es la del sistema socioeconómico-ecológico completo (ver la interpretación en Gallopín y otros, 1989 y 2003), en cuyo marco la sostenibilidad del subsistema de las industrias extractivas nos parecería absolutamente viable en todas sus aristas: política, económica, social y ambiental.

En todo caso estamos lidiando con un hecho irrefutable. Cuando hablamos de minerales no podemos pensar en una regeneración del yacimiento mediante la siembra de semillas minerales para volver a las faenas de producción y extracción en los lugares de las reservas agotadas.

Reconociendo esta realidad infranqueable, ¿valdría la pena que diéramos algún sentido a la plantación de la renta estatal minera en infraestructuras básicas, ciencia, educación de calidad, investigación aplicada y apoyo sostenido a los proyectos calificados de manera rigurosa como innovadores?

¿No sería esta una de las más pertinentes vías para cumplir con nuestros compromisos intergeneracionales cuya acumulación en progresión geométrica nos habla de la vergonzosa ausencia de una Administración moral? ¿No se traduciría ello en un importante apoyo a un tipo de desarrollo progresivo de efectos e impactos continuos que resultaría precisamente del agotamiento sin retorno del acervo de nuestros recursos naturales no renovables?

Si bien los recursos naturales no pueden ser sustituidos por capital elaborado por el hombre, sí es posible el diseño y puesta en funcionamiento de un sistema de gestión de la renta estatal minera que, durante y luego del aprovechamiento de los recursos minerales, traduzca en avances sociales, económicos, infraestructurales, educativos, tecnológicos y científicos los ingresos provenientes de la tributación minera, metálica y no metálica.

Bajo este entendimiento, la administración anterior del MEMRD diseñó dos instrumentos normativos fundamentales: el proyecto de Ley de la Minería Nacional y el anteproyecto de Gestión de la Renta Estatal Minera. La formulación de esta segunda norma exigió la revisión y fortalecimiento de los mecanismos fiscales vigentes. Es por ello que el primer proyecto mencionado contiene el resultado de ese laborioso examen, sin perder de vista el interés del Estado y la necesidad de mantener el flujo de inversiones bajo el principio ganar (el Estado)-ganar (las empresas).

Tenemos la esperanza de que el actual gobierno lleve hasta la etapa de promulgación estas dos importantes iniciativas legislativas. Entendemos que ellas marcarán en definitiva una línea divisoria entre la minería depredadora o salvaje y la minería sostenible y responsable con garantías de impactos sustantivos en la sostenibilidad socioecológica. Ello estaría implicando una nueva gobernanza de los recursos no renovables y un destino reproductivo rigurosamente organizado de la renta estatal minera.

Un gobierno que busque establecer diferencias sustanciales con el pasado, debería tener una acabada convicción de que la riqueza de los recursos no renovables puede efectivamente contribuir al desarrollo sostenible de la nación. Para ello debe concretar en hechos tangibles las políticas que sean necesarias para lograr su desarrollo sistémico, eficientemente contributivo, responsable y transparente.