“Las injurias tienen una gran ventaja sobre los razonamientos: la de ser admitidas sin pruebas por una multitud de lectores”-Alessandro Manzoni, poeta y narrador italiano.

La experiencia reciente vivida por los dominicanos con la minería metálica explica tanto la resistencia ciega de buena fe de muchos como la obstinación de algunos, sobre la base de generalidades, contra el desarrollo de nuevos proyectos mineros.

Una mirada a las consignas y planteamientos de este renovado movimiento ambientalista anti-minero pone en notoriedad algunos de sus distintivos más importantes.

Primero, su preocupación ambiental es focalizada y coyuntural, no sistémica, y sale a flote de una manera especialmente visible y vigorosa cuando el gobierno anuncia algún nuevo proyecto minero. Por tanto, nos parece que es más política que netamente ambientalista.

Segundo, esta falta de visión holística del problema ambiental deja fuera del análisis y la preocupación colectiva los impactos de un rico conjunto de actividades agrícolas, agroindustriales e industriales no mineras que han causado y siguen causando daños ambientales irreparables, incluidos serios perjuicios a la salud humana, animal y vegetal. 

A pesar de que estos impactos están profusamente documentados, son pobremente explicitados y divulgados. De aquí que centrar la atención casi de manera exclusiva en los efectos ambientales de la minería, nos parece miope e hipócrita, aun tomando en cuenta que muchos ciudadanos en desacuerdo tienen de hecho las mejores intenciones del mundo.

Tercero, la visión que estos grupos tienen de la minería quedó irremisiblemente varada en algunos malos ejemplos nacionales e internacionales registrados en décadas recientes. La mejor evidencia de ello es que niegan invariablemente el hecho de que hoy las minas modernas son gestionadas con criterios ambientales remozados y que, como resultado, sus impactos son extremadamente bajos. Insisten, no obstante, en negar toda posibilidad de aprovechamiento de los recursos disponibles adoptando modelos de explotación modernos en los que una de las principales prioridades es la prevención, mitigación o solución temprana de los impactos ambientales.

Es así cómo, bajo la sombrilla de este abordaje, regresa repentinamente a la sobremesa la mala reputación de la minería como una industria sucia y altamente contaminante. La realidad es que esta mala reputación se debe en esencia a desastres poco frecuentes, pero exageradamente publicitados; a las malas prácticas mineras del pasado reciente en nuestro país y al mismo hecho de que las operaciones mineras son muy visibles y causan bataholas en las comunidades receptoras.

Comparada con la agricultura, las industrias, la imparable expansión urbana y la deforestación salvaje con fines comerciales y energéticos, la minería es una de las industrias que menos daños ambientales ha causado en República Dominicana. En efecto, los perjuicios ambientales causados por la minería en Pedernales, Sánchez Ramírez y Monseñor Nouel, considerados ex post absolutamente previsibles y, por tanto, eludibles en su gran mayoría, siendo horriblemente severos, quedarían cortos si los comparamos con otros procesos de biodegradación resultantes de otras actividades productivas y domésticas, las cuales parecen no interesar a los ambientalistas de nuevo cuño.

Independientemente de la impresión que esta tesis pueda causarles a los voceros del nuevo nacionalismo ambiental, la contaminación de las aguas subterráneas y superficiales no es consecuencia de la actividad minera, sino de los llamados vertidos urbanos, de la industria o de la infiltración de los fertilizantes depositados en el suelo, procedentes de la agricultura intensiva, o por las deyecciones del ganado.

Sería bueno que nuestros fundamentalistas hicieran el ejercicio de determinar en el agua de los ríos y arroyos del país los niveles de nitrato, amonio o de otros elementos fisicoquímicos altamente perjudiciales para la salud humana; que se preocuparan también por los procesos de erosión y salinización de los suelos, el socavamiento de los lechos de los ríos, la pérdida acelerada de biodiversidad y diversos procesos de contaminación que tienen que ver marginalmente con la minería. Sería muy pertinente también que nuestra Academia de Ciencias -cuya carpeta de investigaciones permanece vacía- ordenara estudios imparciales para determinar el grado de influencia que tienen los metales pesados, los residuos urbanos, los hidrocarburos y los aceites minerales en el deterioro ambiental de nuestro país.

En todo caso, estamos lejos de ser radicales en nuestras apreciaciones. Diversos estudios (ver, por ejemplo: CEPAL. Peña, Humberto. Desafíos de la seguridad hídrica en América Latina y el Caribe. Junio 2016) establecen inequívocamente que, si bien las actividades domésticas y agrícolas generan más contaminación que la industria y la minería, los antecedentes disponibles muestran que la mayor parte de las aguas residuales se vierten al ambiente sin tratar. Estas aguas contaminadas provienen principalmente del sector industrial, la agroindustria, la extracción de petróleo y la minería.

En este último caso (minería metálica), que de modo especial interesa a los lectores, las aguas residuales no tratadas o tratadas de modo deficiente, que no componen una porción significativa del volumen total liberado por las industrias y agroindustrias, provienen de la extracción de plata, oro y cobre; esta contaminación en conjunto presenta el inconveniente de localizarse en forma concentrada en ciertas cuencas, generando graves problemas ambientales y de salud pública.

La buena noticia es que estos impactos no son una maldición inevitable y pueden efectivamente evitarse asegurando la eficacia, eficiencia, competencia, responsabilidad y transparencia de los órganos reguladores en cuanto al cumplimiento de las normas vigentes y la aceptación de proyectos mineros sostenibles desde diferentes aristas, sin dejar de fijar como requisito la obtención ex ante de una licencia social para operar, otorgada de manera voluntaria por la comunidades a las empresas mineras.

Por ejemplo, sabemos que en muchos países la calidad de las aguas liberadas de las minas por ley deben cumplir estrictos requerimientos y en muchos casos deben ser más limpias que las aguas superficiales naturales o incluso pueden ser potables. Si ello es posible en otras naciones, ¿por qué entender que el cumplimiento garantizado y estricto de las reglas de juego ambientales es una tarea imposible en República Dominicana?

Creer en esta imposibilidad, que tiene evidentemente en la conciencia colectiva sus raíces en la irresponsabilidad reguladora histórica y en las malas prácticas consabidas, solo ayuda a ahondar la percepción de que la República Dominicana es una nación rendida ante la pobreza y las debilidades institucionales.

Sin embargo, hay soluciones avanzadas para todos los problemas que generan legítimas preocupaciones.

Como es conocido, el desafío tecnológico mayor en materia minera lo constituye el manejo de desechos mineros, incluyendo relaves y desmontes, aguas industriales y de escurrimiento. Como señala el profesor Jeremy Richards de la Universidad de Alberta, Canadá, “el derrame de relaves y liberación de aguas tóxicas son los impactos más negativos y más comunes de la minería, aunque existe tecnología adecuada para reducir y hasta para eliminar el riesgo de esos impactos”.

El profesor Richards resalta una alternativa de solución integral en uso desde hace algunos años: la utilización total de los recursos o el aprovechamiento de todos los materiales extraídos. Puntualiza que “deben establecerse sinergias con otras empresas, por ejemplo, las de construcción donde las rocas estériles podrían ser usadas como agregados o rellenos. Los metales potencialmente peligrosos deben ser extraídos de las menas en vez de botarlos en relaves. El anhídrido sulfuroso, que es el principal contaminante de las fundiciones, debe ser recuperado y convertido en ácido sulfúrico industrial (negritas mías, js)”.

Esta propuesta, del todo realizable, me trae el recuerdo de una frase pronunciada o escrita por alguien que no recuerdo: no es la actividad minera en sí el problema, sino cómo se hagan las cosas. Siendo así, desde el profundo y vigoroso sentido de esta frase, debe salir a flote en un nacionalismo ambiental de verdad bien intencionado.

Cuando aceptamos el concepto de nacionalismo ambiental, no lo hacemos encuadrándolo en una visión miope, unilateral, parcial y a todas luces interesada del problema, sino entendiéndolo como nueva concepción del desarrollo responsable, participativo e inclusivo, con la primacía a toda prueba de un enfoque fresco, actual, sistémico y comprometido del tema ambiental, para beneficio de las presentes y futuras generaciones de dominicanos.