“El precio de la grandeza es la responsabilidad”-Winston Churchill.

En las dos últimas semanas hemos visto cómo la concesión preliminar de explotación a la empresa GoldQuest Mining desató los demonios conjugados de la ignorancia, la buena fe ciudadana manipulada por la desinformación y el desconocimiento, y cierto interés político centrado aviesamente en magnificar la negatividad de todas las decisiones de política gubernamentales.

Este ruido mediático pone en claro que el empoderamiento social y la oportuna difusión y explicación de las características y alcances de los nuevos emprendimientos mineros, es un aspecto decisivo que nunca debería evadirse o pasarse por alto.

La falta de licencia social para operar abona el terreno para que los falsos ambientalistas y ciertos representantes de la caverna política local, terminen potenciando la efectividad de sus influencias en las decisiones finales, creyéndose muy en serio ser capaces de poner el mundo al revés.

Es así como los recurrentes llamados a la movilización general contra la minería terminan mezclando medias verdades con absolutas falsedades y distorsiones groseras de la realidad. Tal es el caso de la peregrina afirmación de que el proyecto Romero socavará las fuentes de agua y la cultura productiva de una región entera, esto al margen de que también tiene el maléfico potencial de hundir en la pobreza y desolación extremas a los municipios y parajes próximos a las operaciones de extracción.

El tema de evaluación, prevención, mitigación y solución de los impactos ambientales es uno de los elementos más decisivos de la nueva minería responsable que se pretende adoptar como modelo nacional. El criterio de su sostenibilidad radica en acumular e invertir los beneficios resultantes en inversiones y desarrollo, garantizando los mínimos impactos ambientales posibles y comunicando con objetividad a la ciudadanía sobre ellos.

Los impactos ambientales, sin importar el grado de peligrosidad que revistan, nunca son deseados por las comunidades y, consecuentemente, generan preocupaciones locales y nacionales. Precisamente aquí reside la “mina” de los grupos ambientalistas ortodoxos o fundamentalistas, y de ciertos sectores políticos de la oposición rupestre, cada uno persiguiendo sus propios fines. Esta “mina” se explota enarbolando algunas “verdades incuestionables”, como que la minería agudiza invariablemente la pobreza, las enfermedades y la ruina comunitaria, o que pobreza y minería son hermanas gemelas o que las comunidades mineras son más pobres porque los recursos que genera la actividad no fluyen debidamente a los municipios afectados.

En algunos países mineros, la minería ciertamente no siempre ha traído desarrollo, como tampoco cubre a menudo las expectativas de la población local de la zona minera.

En el caso dominicano, Pedernales, provincia en la que se aprovechan yacimientos de bauxita desde principios de los años 60, figura actualmente con el 44.6% de sus hogares viviendo en condiciones de pobreza extrema: la segunda tasa provincial más alta después de Elías Piña. Podríamos afirmar que, en esos tiempos de minería irresponsable, el efecto minero neto fue desfavorable por los pasivos ambientales heredados, los cuales podrían calificarse como muy serios. Se trata de una deuda que entra dentro del pasivo ambiental consolidado de la nación y que, consecuentemente, afecta a las presentes y futuras generaciones de dominicanos.

No obstante, difícil es demostrar que Pedernales era una provincia menos pobre antes de la llegada de las empresas Alcoa Exploration Company, Ideal Dominicana, Lecanto Material, Sierra Bauxita Dominicana, Nova Mining y más recientemente DOVEMCO. Igualmente, sería muy retador explicar convincentemente que el daño ambiental causado en la zona de extracción de esta roca sedimentaria es más importante, en términos de sus impactos negativos en las reservas de aguas fluviales de la región, que el generado por la demanda de carbón vegetal por el 90 % de la población principalmente haitiana pero también dominicana de la zona fronteriza.

En cualquier caso, la obligación ineludible de los inversionistas mineros bajo el sistema de minería responsable es evitar o reparar oportunamente los daños ambientales derivados de la actividad; no aceptar ese requisito en las actuales condiciones equivale a no iniciar bajo ningún pretexto el proyecto que se trate.

Por otro lado, no olvidemos que Sánchez Ramírez y Monseñor Nouel, donde han operado los más grandes proyectos de minería metálica, se encuentran, contrario a lo que comúnmente se cree, entre las diez provincias con menores niveles pobreza extrema y de pobreza general del país. Ello no significa que los daños ambientales ocasionados en ambos casos fueron gestionados de una manera responsable y técnicamente adecuada. Por el contrario, faltaríamos a la verdad si afirmáramos que las mineras que actuaron allí en el pasado y que andaban por su cuenta con la bendición de autoridades irresponsables, no contribuyeron, lo mismo que en Pedernales -quizás de manera igualmente significativa-, al incremento del pasivo ambiental consolidado de nuestra tierra.

La pregunta que debemos hacernos es si realmente la minería responsable, correctamente entendida, incrementaría inevitablemente en soledad la pobreza y ocasionaría daños ambientales extremos en los lugares donde pudiera operar activamente.  También si la falta de minería explica los elevados índices de pobreza extrema en 32 provincias del país o la existencia de una biodiversidad relativamente saludable en ellas. La respuesta es negativa en estos dos escenarios.

Lo que no debemos perder de vista es que sin lugar a dudas la falta de minería responsable en un país con recursos minerales importantes, cuya posibilidad de advenimiento se niega hoy no sin fuertes razones históricas, institucionales y ambientales, puede restar ingentes recursos al crecimiento con desarrollo.  Todo va a depender no solo del modelo de negocio que adoptemos, sino del compromiso, la honestidad y la visión estratégica de las autoridades que nos representan a la hora de ceder en usufructo los recursos naturales no renovables.

Finalmente, también se habla de los beneficios de la minería y su débil impacto en la mitigación de la pobreza.

Lo primero es que las comunidades mineras son pobres no porque los ingresos mineros no fluyan a ellas, sino que ellas pueden ser menos pobres si tales recursos se asignaran y utilizaran en base a una escala de prioridades reproductivas y de infraestructura de manera pulcra y transparente, bajo el amparo de un riguroso sistema de rendición de cuentas. Lo segundo es que la cuestionable modalidad actual de reparto de los fondos mineros a ciertos gobiernos locales tiene alternativas progresistas absolutamente viables.

No es casual que el ministerio de Energía y Minas anunciara en esta semana la propuesta de elaboración en el corto plazo de un anteproyecto de Ley de Distribución de la Renta Minera Estatal. Los referentes buenos abundan, desde Noruega hasta varios países de América del Sur, y la cuestión está en aprender de ellos y al mismo tiempo dar señales contundentes de que permaneciendo en el sistema clientelar corrupto que ya es mayor de edad, propio de naciones atrasadas y con bajos niveles de responsabilidad ciudadana, el destino de la nación seguirá siendo ir a ninguna parte.