“Cuando alguien asume un cargo público, debe considerarse a sí mismo como propiedad pública”-Thomas Jefferson.

La aspiración de toda sociedad administrada responsablemente es mantener las bases del crecimiento económico para asegurar el desarrollo social progresivo, el equilibrio ambiental y la gobernanza eficiente y transparente de sus riquezas naturales.

La industria extractiva, y de manera muy particular la minería, tiene una responsabilidad especial en el cumplimiento de los compromisos intrageneracionales (con las generaciones presentes) e intergeneracionales (con las generaciones del mañana). Para afrontar las trascendentes responsabilidades derivadas, ellas deben desarrollar sus actividades asegurando el mayor equilibrio posible entre los aspectos económicos, sociales y ambientales del crecimiento.

Las empresas contribuyen a este equilibrio a través de la adopción de buenas prácticas e incorporación de tecnologías de vanguardia, estricto cumplimiento de las normas nacionales y provisión oportuna de información objetiva y transparente sobre los esfuerzos e inversiones realizados, de modo que la sociedad y sus instituciones afines sean actores activos y, como tales, beneficiarios conscientes.

Por su parte, el Estado debe aparecer en escena con los siguientes compromisos: a) ofreciendo garantías a la sociedad de un balance favorable entre la perturbación o impacto causado y la capacidad nacional para acomodar el cambio; b)  asegurando la captación estatal de una porción razonablemente equitativa de la renta generada; c) usando esta renta de manera planificada y racional para el cierre gradual y comprobable de determinadas brechas estructurales del desarrollo y, finalmente, d) impulsando la transmisión efectiva de conocimientos, experiencias y oportunidades desde las empresas al Estado, y desde aquellas a la población en general.

Ahora bien, ¿tiene algún sentido este discurso en contextos sociopolíticos clientelistas, irresponsables y desprovistos de todo sentido de compromiso moral intergeneracional?

Ciertamente no lo tiene en los casos en que no sea posible revertir el orden de cosas situando el interés nacional, que muchos califican de eufemismo -una sustitución hábil del término “apropiación centralizada” del patrimonio colectivo- en un primerísimo y cierto primer lugar.

Pero ¿qué es lo que debemos colocar concretamente en ese primerísimo lugar? El concepto interés nacional comienza a cobrar vida cuando consideramos impulsar una genuina renovación de la clase política, a todas luces superada por las grandes y complejas exigencias internas y del mundo actual; cuando esa clase política renovada prioriza una visión de Estado que es compartida con los grupos de interés relevantes y, finalmente, si la sociedad eleva el régimen de consecuencias a un razonable, independiente y positivo radicalismo ejemplar.

El interés nacional seguirá siendo un sofisma político hasta que no apuntemos con determinación y desprendimiento absoluto a los grandes baches de la deficiente y caótica funcionalidad del sistema democrático que tenemos.

Siempre hemos dicho sin cortapisas desde esta columna que la minería responsable y sostenible, y cualquier otra meta de Estado, sería un mito si no llegáramos a consolidar un hombre de Estado nuevo, consagrado, desprendido, cumplidor impenitente de las prohibiciones éticas, celoso del interés ajeno más que del suyo propio, austero, pensador, formado, emprendedor y visionario.

Aludimos a un hombre portador de lo que llamaríamos responsabilidad moral sistémica. “Sistémica” porque no tiene mucho sentido que seamos responsables solo frente a decisiones políticas que ciertos grupos ponen inusitadamente de moda coyuntural. Por ejemplo, parece ser curiosamente vigorosa nuestra reacción adversa frente a nuevos proyectos mineros, al mismo tiempo que somos absolutamente indiferentes en relación con otras actividades productivas diferentes de la minería, comprendidas las de servicios, comerciales y la anárquica expansión urbana, cuyos impactos ambientales negativos en los últimos decenios superan con creces los ocasionados por la minería metálica en más de quinientos años de existencia. La unilateralidad y los sesgos en las luchas dejan entrever los intereses anti desarrollo ocultos.

Parece entonces comprobarse aquella sentencia de Hans Morgenthau de que “la política basada en intereses es superior a aquellas basadas en principios morales o en criterios legalistas o ideológicos”.

Sin perder de vista a Morgenthau, podemos pretender que el interés nacional sea realmente el esfuerzo colectivo deliberado para garantizar la sobrevivencia de la nación. Al margen de la enorme carga moral de esta definición tan general, aparecen unas importantes exigencias derivadas: la coherencia entre políticas e intereses, y entre compromisos y capacidades. Ello al borde de la perentoria necesidad de renovación política y eficacia institucional.

Teniendo entonces substancia permanente y variable; pudiendo ser deducible ex post facto del estudio de la historia; siendo no necesariamente coincidente con el de otras naciones (generalmente no coincidente) y, finalmente configurándolo más bien como un fin que como un criterio, el  interés nacional parece tener como elementos nodales: a) un proceso continuo (que  supone múltiples compromisos formales), dinámico e innovador de autoconservación nacional (seguridad nacional en su sentido holístico moderno); b) la preservación y fortalecimiento de la eficacia, eficiencia y transparencia de las instituciones democráticas; c) la apuesta permanente al desarrollo, minimizando  las inequidades sociales y, d) el apoyo a  la consolidación del prestigio nacional, credibilidad trascendente y herencia histórica.

Así, el interés nacional resume las fuerzas motrices determinantes del desarrollo, las necesidades intrínsecas, las exigencias de contexto global, los criterios operacionales y la direccionalidad estratégica sobre cuyas bases configuramos nuestros propósitos, objetivos, estrategias, tácticas y políticas.

Entendemos que este entendimiento puede potencialmente definir la ruta más idónea para mantener, ampliar y modernizar nuestro estatus como nación, superando de manera continua y sistémica los rezagos presentes para movernos hacia una sociedad ejemplar.

En conclusión, cuando hablamos de minería responsable y sostenible, estamos suponiendo que la comprensión del interés nacional explicitada es parte conceptual y práctica consustancial y visible de la dinámica del desarrollo nacional.