Economistas, periodistas y profesionales altamente especializados han demostrado que la contribución general de la minería a la economía es tan significativa que bien merece un trato especial desde los linderos políticos. Por sus significativos aportes al gobierno, bien pudiera convertirse en un poderoso aliado en la reducción de la pobreza, siempre que se adopten soluciones innovadoras y menos convencionales que las probadas hasta ahora.

Por ejemplo, si se lograra canalizar la renta estatal minera al apoyo de metas nacionales de diversificación productiva, cambio estructural e inclusión social, generando al mismo tiempo ahorros para épocas de escasez, y lo hacemos con ayuda de un sistema de gestión debidamente institucionalizado, la contribución de la minería metálica y no metálica al desarrollo responsable y sostenible sería realmente sorprendente.

Esa ruta estratégica parte del reconocimiento de que los impuestos y regalías derivados de las actividades de exploración, extracción y beneficio de sustancias minerales, reflejan el valor que tienen para la sociedad los recursos extraídos. Por tanto, la conversión del capital natural en diferentes modalidades de apoyo a una economía reproductiva y progresiva es la única forma posible de obtener resultados sostenibles de las actividades extractivas en general.

Para transitar con seguridad por este camino, debemos entender el desarrollo de la minería como una política de Estado de largo plazo, tal y como reiterado el ministro Isa Conde en reiteradas ocasiones, asegurando que esos recursos apoyen efectivamente la transformación de la sociedad dominicana en una más competitiva e innovadora.

Ya sabemos que los recursos minerales se extraen, transforman y comercializan como cualquier otro producto transable, pero no hay otra forma de “sembrarlos” nuevamente que no sea, primero, ahorrando parte de esos recursos para destinarlos al financiamiento de necesidades futuras o calamidades ocasionales, y, segundo, impulsando con ellos la inversión reproductiva para ir cerrando las brechas estructurales y creando bases firmes de bienestar futuro (como son los pilares de la denominada economía del conocimiento).

También podemos lograr, sin que dejemos detrás de las presentes generaciones un desierto inhabitable, que la minería sea realmente un potente catalizador de otros emprendimientos privados y de encadenamientos productivos dinamizadores de la economía, en todos los casos apostando a más inclusión social.

Obviamente, estamos hablando de lo posible bajo el supuesto de una nueva moral pública, así como de la aplicación rigurosa de medidas a todo lo largo del ciclo de las minas que mitiguen o neutralicen las consecuencias negativas sociales y ambientales ya que “…de otra forma, podrían tener el potencial de causar daños significativos a los sectores pobres o de aumentar los perfiles regionales de pobreza” (ver R. Kunanayagam, G. McMahon, C. Sheldon, J. Strongman, M. Weber-Fahr. La minería y la reducción de la pobreza. Borrador para comentarios, agosto 2000).

En muchos países la contribución de la minería es extraordinaria. Pongamos el ejemplo de Chile, potencia regional cuyo sector minero aporta el 15.7% del PIB y el 64% de las exportaciones, siendo el sector más competitivo y de clase mundial que presenta este país al mundo. Pero detrás de los alentadores indicadores de la contribución de la minería de gran escala al crecimiento, se esconde en muchos países, incluido el nuestro, una enorme deuda política y social con la minería artesanal y de pequeña escala (MAPE).

A pesar de ello, no siempre el discurso sobre MAPE alude a un grupo de mineros “insignificantes” e itinerantes que genera ingresos inferiores al nivel de subsistencia y que, en general, no cuenta con protección ambiental ni social, y operan en condiciones de ilegalidad o informalidad.

En efecto, en Chile, por ejemplo, este subsector generó 8,000 empleos directos, con una incidencia del 11.2% del total de la fuerza laboral en la minería; al considerar el total de trabajos directos y subcontratados, la cifra se elevaría a 54,000 empleos aproximadamente. Por lo demás, en muchos casos, este subsector es el que realmente ha desbrozado el camino a la minería de gran escala, y Chile de nuevo puede ilustrar de manera fehaciente esta afirmación.

En nuestro país el tema de su organización y desarrollo de la MAPE sigue pendiente.

¿Qué hacer con ella? ¿Cómo abordar su complejo mundo sin intimidar ni asustar a sus actores? ¿Quiénes son? ¿Cuántos son? ¿Dónde están? ¿Cuál es el conjunto completo de los minerales que aprovechan? ¿Cuáles son las características e impactos de las operaciones involucradas?

¿Cómo las autoridades pueden ganarse su confianza? ¿Con qué empezar, con legalidad y formalización obligadas o con requerimientos regulatorios simples y fácilmente comprensibles? ¿Con prohibiciones o con concesiones condicionadas? ¿Con la violencia de los plazos o con la gradualidad que exige su ancestral olvido?

¿Cómo saber si potencialmente pueden convertirse que aporte de manera al proyecto todavía pendiente de diversificación productiva y exportadora?

¿Cuál es la tajada de la plusvalía de la que realmente se apropian? ¿Cómo hacerles saber que son parte de una cadena de valor y que, si hay determinación, conocimientos y apoyos focalizados, pueden llegar a convertirse en parte de una cadena de valor global? ¿Quiénes son sus interlocutores comerciales? ¿Gozan de legitimidad o han sido en algún sentido evaluados?

Los especialistas, mineros y autoridades muy lúcidas de finales de los setenta se hacían las mismas preguntas (ver: SEIC. Memoria del Primer Seminario sobre el Sector Minero. Santo Domingo, 1978). Es tiempo ya de que pasemos al plano de las soluciones posibles e integrales.