El despliegue de agentes policiales con uniformes de combate y armamento militar, enfrentando a manifestantes desarmados, con el que reaccionó la policía de la ciudad de Ferguson, Missouri (EE.UU.), ante las manifestaciones provocadas por la muerte a manos policiales del joven negro Michael Brown, y el cual culminó con la declaratoria de toque de queda y la movilización de las tropas de la Guardia Nacional, para asistir en las tareas de vigilancia de las protestas, ha llamado la atención de la opinión pública de los Estados Unidos y del mundo acerca del proceso de creciente e intensa militarización de las fuerzas policiales de ese país. Como bien lo expresó la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), muchas de las policías estatales, “diseñadas para servir y proteger a las comunidades”, están, en realidad, “equipadas para mantener una guerra”, mediante el uso de “armas y tácticas innecesariamente agresivas diseñadas para el campo de batalla”, no para el patrullaje de calles.
Quien se pone al tanto de la reacción estadounidense y global ante este fenómeno pensará que se trata de algo nuevo o episódico. Pero, en realidad, uno de los signos más ominosos de los nuevos tiempos que vivimos es que el Estado ha trasladado el discurso y los medios de la guerra, otrora restringidos al campo de las relaciones interestatales, al ámbito interno de las naciones. La tendencia inició en Estados Unidos cuando Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en los 70 y se extendió a América Latina donde alcanzó su máxima expresión con la doctrina de la seguridad nacional de los regímenes burocrático-autoritarios que prevalecieron en la región desde temprano en los 60 hasta finales de los 80.
Cuando el Estado adopta con relación a los que habitan en su territorio los medios y el discurso de la guerra, lo que prevalece es la lógica del amigo/enemigo (Schmitt). Con dos datos fundamentales que tipifican al moderno Estado policial: el enemigo es difuso porque está disperso o cambia constantemente y ello obliga a una guerra indefinida, una guerra permanente. Cuando el enemigo es el guerrillero o el terrorista, el Estado olvida las leyes de la guerra y se involucra en una guerra sucia que conduce a y habilita el terrorismo de Estado. Si el enemigo es el delincuente, se eliminan las garantías del debido proceso y se generaliza el estado de excepción. Como bien expresa Raúl Zaffaroni, “así como la guerrilla habilitaba el terrorismo de estado y el consiguiente asesinato oficial, el delito habilitaría el crimen de Estado”.
Lo interesante es, sin embargo, no solo que una policía militarizada conduce virtuales operaciones de guerra disfrazadas de acción policial sino que las guerras interestatales se conducen hoy con el discurso y los instrumentos de la acción policial. Como bien expresan Michael Hardt y Toni Negri en su libro intitulado “Imperio”, “toda guerra imperial es una guerra civil, una acción policial –desde Los Angeles y Granada a Mogadishu y Sarajevo. De hecho, la separación entre las ramas internas y externas del poder (entre el ejército y la policía, la CIA y el FBI) es crecientemente vaga e indeterminada”. Ello tiene su razón de ser en que, para seguir la huella de Giorgio Agamben, podría decirse que la soberanía estatal es hoy una soberanía básicamente policial. Por eso, como afirman Hardt y Negri, el nuevo orden global del poder imperial “apoya el ejercicio del poder policial, mientras al mismo tiempo la actividad de la fuerza policial global demuestra la efectividad del orden imperial. El poder jurídico de mandar sobre la excepción y la capacidad de desplegar fuerza policial son, por lo tanto, dos coordenadas iniciales que definen el modelo imperial de autoridad”.
La militarización policial responde al traslado al campo domestico de la lógica bélica de amigo vs. enemigo, en tanto que la policización militar es consecuencia del hecho de que la guerra hoy es presupuesto de la política, es “guerra constituyente” en la medida en que ella posibilita el establecimiento de un nuevo orden normativo, institucional, político y económico. Pero se trata de dos fenómenos estrechamente vinculados. Como bien señala Angel Luis Lara, “los nexos que ligan las estrategias de intervención militar global y las prácticas de control policial de carácter local son básicamente dos: el ya resaltado paso de la intervención bélica de la esfera semántica de la guerra a la de la policía internacional y el proceso paralelo de militarización de la policía y de las prácticas de control de los territorios locales. El primer momento de visibilización de este nexo se produjo a comienzos de los años noventa en dos escenarios distintos: la intervención de corte policial en el Golfo Pérsico en 1991 y la intervención militar de los Marines y de la Guardia Nacional norteamericana en la revuelta de Los Angeles tan sólo un año después. Devenir policial de los militares y devenir militar de los policías se sobreponen conjugando directamente seguridad interna y orden global”. Se trata, en fin, de la nueva gobernanza de la guerra global permanente, guerra ilegal en tanto que toda guerra está jurídicamente prohibida.