Un balance justo y desapasionado de lo que va de este milenio no puede arrojar por resultado más que un menos. Y, sin embargo, aún seguimos cautivados por la ilusión del progreso.

La idea de que el mundo se acabaría en el año 2000 era tan fantástica como cualquier otra. Esa idea loca se apoderó de muchas mentes. Ahora se corre y se posterga la fecha de la catástrofe final. ¿Por qué tanta presión, tanta precisión, tanta exactitud? Que nadie se extrañe si, en lo mucho que vendrá de este siglo, aparecen aquí y allí sectas fanáticas y falsos profetas anunciando el próximo fin de la humanidad, y si, en su impaciencia o su desesperación, algunos deciden inmolarse en masa. La idea del fin de todo lo humano nos posee, nos fascina y aterra a la vez. La cordura escasea en estos tiempos convulsos. No perdamos la calma. Seamos razonables.

Miguel Ramírez: Tiempos de todavía (instalación)

Para recibir el nuevo siglo-milenio rescatemos algunas cosas buenas del pasado ilustrado. La ironía, por ejemplo. Tenemos una buena muestra de ella en la burla de Voltaire a Leibniz (a quien llamó “optimista”) y a su teoría de que este mundo es “el mejor de los mundos posibles”. Para el francés, la historia humana era sólo la historia de unos hombres que continuamente se mataban entre sí o sufrían calamidades.

Si la verdad nos hace libre, la belleza nos esclaviza. Nos rapta, nos seduce, nos hace prisioneros de las formas simples y sensuales, o puras y perfectas.  Nos intimida y anula. La verdadera belleza nos paraliza. Hechiza y aturde el entendimiento y la memoria. Perturba todo nuestro ser. Nos arrastra al abismo. Misteriosa, inexplicablemente nos sentimos atraídos por el extravío, por la perdición y la caída. Y ese abismo a un tiempo nos fascina y nos espanta.

Escena imposible: Nietzsche esperando que Sócrates se ejercite en la música. Escena aún más imposible: Nietzsche aplaudiendo a rabiar una ópera “cristiana” de Wagner.

Deberíamos reconocernos en la figura sufriente de San Sebastián, ese emblema de la serenidad en medio de la desgracia y de la gracia en medio de la tortura, como lo supo ver Thomas Mann. En el santo mártir se resume una bella imagen del arte: imagen de tranquilidad ante el dolor y la muerte.

Si el mundo se justifica como obra de arte, entonces lo será como ópera bufa o pésima comedia de costumbres.

No cerremos los ojos ante lo que se nos viene encima. Concedamos que el tercer milenio nos descubrirá nuevas, insospechadas formas de convivencia, de belleza y de horror. Y que la humanidad –¡pobre de ella!- volverá a tener otros mil años para hallarse a sí misma doliente, desdichada e irredenta.