Históricamente, las relaciones con los vecinos haitianos han estado matizadas por un halo de hipocresía, conflicto y tolerancia: la ocupación haitiana en el 1822, la matanza en 1937 y la llegada sistemática de migrantes – desde el boom de la industria azucarera hasta nuestros días -, muestran la evolución de los flujos y las características de una mano obra deseada y rechazada.
Las autoridades dominicanas no han tenido una política migratoria definida, ante un grupo poblacional que ha incidido en la composición y el desarrollo de la sociedad dominicana, especialmente, en los últimos 20 años, cuando los haitianos no solo contribuyen al desarrollo productivo, pero también dejan un legado de sus limitaciones sociales, educativas y culturales.
Hoy día, en medio de una campaña mediática de rechazo al haitiano, agravados por los eventos de la ciudad de Pedernales, que involucran 3 nacionales haitianos, las reacciones no se han hecho esperar, culminando con el cierre del mercado binacional y la desbanda de los residentes haitianos en medio de saqueos y agresiones.
Las sociedades tienen sus límites de absorción de los grupos exógenos: el que viene de fuera genera suspicacia e inquietud en el grupo que lo recibe. En el caso de los haitianos, los dominicanos tienen un sentimiento de rechazo solapado, que se renueva e incrementa de acuerdo a la intensidad de la presencia y al momento histórico en que llegan – observándose un quiebre de la tolerancia, cuando surgen transgresiones y agresiones de los visitantes.
Algunos países parecen estar perdiendo la capacidad de acogida en un mundo de intenso desplazamiento de poblaciones, existiendo diferentes polos de captación (esperándose que 24 millones de latinoamericanos se desplazaran). La no existencia en RD de una política – que defina la doble condición de país expulsor y receptor de poblaciones – fragiliza el rol de sociedad receptora/fronteriza, de un grupo tan complejo como el haitiano, que exige un tratamiento especial, vigente ya en otros países receptores de la región .
El país debería contar con un sistema de cuotas y programas especiales de integración, para que los haitianos no formen parte de una minoría, evitando ser falsamente integrados, negando sus orígenes o falsificando identidades. Una política migratoria no sólo consiste en dar una residencia, sino en tratar de hacer del que llega un aliado activo para el desarrollo.
En el caso de la población haitiana que llega al país a raíz del terremoto en 2010 (habíamos ya alertado de sus implicaciones), no se puede obviar la incapacidad de acogida de nuestro país, de una población que irrumpió masivamente en los espacios laborales, de la solidaridad del momento. La mano de obra haitiana, instalada desde hacía casi un siglo, se ha desplazado hacia otros espacios productivos y sociales, sin temor al rechazo, contando con la buena voluntad de los dominicanos. Ocho años después de la tragedia, tras una intensa movilidad poblacional, todos los sectores de la sociedad haitiana están presentes, habiéndose perdido el “pudor” migratorio que caracterizaba esta presencia.
La sociedad dominicana debería ser cuidadosa con las manifestaciones de rechazo y no nutrir campañas mediáticas en pro de desnaturalizar temáticas álgidas del país; el ejército nacional en la frontera, con una corrupción endémica, es una solución paliativa que no frenará la llegada del vecino.
El fenómeno migratorio haitiano es un asunto grave, de Estado, que al contrario de otras épocas, desborda las incapacidades locales, ya que presenta un inmigrante haitiano inserto en la sociedad dominicana, aunque no integrado, más presente en los espacios vitales de la cotidianidad, conocedor de la intimidad. Forman parte de la vida domestica, estudiantil y profesional; con capacidad contestaría, organizados; hacen piquetes frente al Palacio Presidencial y saben reclamar sus derechos. Ellos son y están, se ven. Los dominicanos los sienten y resienten que les está faltando espacio.
Al negar las reglas que rigen la dinámica de los desplazamientos demográficos, los gobiernos han acelerado eventuales reacciones de algunos sectores hacia la presencia haitiana. La falta de rigor para reglamentar el histórico flujo de haitianos, junto al desconocimiento, la idiosincrasia, el idioma y la cultura estigmatizada, han llevado a ignorar hasta a qué punto esos elementos socio culturales y étnicos, que se rechazan, pueden formar parte de la propia composición socio demografía y cultural del Dominicano o “Dominicani” actual.
Independientemente de los conflictos y enfoques nacionalistas, ambos pueblos han convivido en paz, sirviéndose de la mano de obra y/o cargado con la miseria del otro – en especial desde el terremoto -, cuando RD descuidó la agenda nacional, saturada de problemas, para asumir un papel protagónico en la crisis haitiana, rol que tenía sus límites, pero que los intereses políticos y económicos de ambas naciones obviaron.
Esto ha llevado a ambos pueblos a las puertas de enfrentamientos, con consecuencias catastróficas (para ambos), donde se vienen gestando niveles de violencia inauditos, con desprecio a la vida y a las reglas de convivencias, observándose actividades de insólita crueldad, producto de una sociedad enferma, que recibe inmigrantes procedentes de un Estado fallido-asistido, socializados en el caos, la miseria y la corrupción.
República dominicana, como receptor de migración no selectiva, sin reglas, es un país que cada día pierde las suyas. Los haitianos llegan con habilidades para defenderse, acusando la RD en los foros internacionales de “racismo estructural”, propio de toda sociedad colonizada – mientras, entre ellos, aún hablan del “hombre blanco”, recreando las diferencias y la ‘superioridad’ de la Primera nación negra.
Los grandes beneficiados de esta movilidad son los grupos económicos y políticos de ambos países. Cada vez que un haitiano sale de Haití, es un individuo menos que la clase política haitiana tiene que asumir. El éxodo ha dejando ese país en manos de mafias y políticos, que lo manejan cual finca a la que llegan remesas.
De continuar los flujos de haitianos sin reglas, República Dominicana corre el riesgo de ser arrastrada por la dinámica de desarrollo de la sociedad y población haitiana, que sale a exigir en otras geografías lo que deberían pedirles a sus gobernantes.
Las autoridades dominicanas deben saber que los grupos migratorios ejercen presión en las sociedades que les acogen, apropiándose de los espacios de servicios, productivos y culturales, de acuerdo a las dinámica de desarrollo de quienes les acogen. Dichos espacios pueden resultar irrecuperables, especialmente en épocas de crisis económicas o de convivencia – lo que puede conducir, entre otras cosas, a graves enfrentamientos inter étnicos.
Esta sociedad debería preguntarse si está dispuesta a seguir pagando el precio de los efectos perversos de la migración ilegal, no selectiva, y debe sopesar el aporte de los haitianos, y el precio que se viene pagando, ya que cuando un individuo se desplaza, viaja con su cultura, educación e idiosincrasia; es un proceso traumático, por corto que sea el trayecto – teniendo la necesidad de extrapolar la realidad dejada en la sociedad de acogida.