La próxima semana, el mundo conocerá al nuevo presidente norteamericano. Hombre o mujer, sus decisiones alcanzarán,  en  medidas diferentes,  los confines del mundo.  El liderazgo económico, militar, y político, de quienes sus críticos llaman “Imperio capitalista”, “Opresores de occidente”, y  “Saqueadores del tercer mundo”,  y sus afines les tienen como   “Cuna de la democracia”  y  “Tierra de las oportunidades”, es incuestionable.  También es incuestionable que profesan culto y respeto a sus   instituciones y se rigen por las  leyes. 

Sea cual sea la opinión que de ellos se tenga, o el adjetivo que mejor les acomode, “el mundo se prepara asustado para la decisión USA”, como escribiera a manera de titular el prestigioso periodista español Graciano Palomo. En esa nación, cuya influencia se desparrama por todo el planeta, no se recuerdan  elecciones y  candidatos tan singulares, ni resultados tan imprevisibles.

Los dos principales partidos del sistema, ya desde los inicios de la contienda electoral, mostraron lo sabido: organizaciones desgastadas  estructural, ideológica, y moralmente. En consecuencia, no tuvieron más opciones que escoger candidatos cuyos índices de credibilidad se encuentran entre los más bajos en la historia de ese país. No les quedó otro remedio. Un astuto billonario establecido como “celebrity”, y una brillante y veterana  política desgastada y cuestionada por cohecho.

Aparte de la insulsez, puerilidad y dramatismo demagógica de las propuestas de cada aspirante – planificadas para digestión y engatusamiento de  las multitudes –  y el cuestionamiento ético y caracterológico de ambos, salieron a flote lacras, prejuicios y hostilidades, hasta ahora disimuladas. De igual manera, queda claro el desencanto con el actual ejercicio capitalista, que margina y arranca esperanzas a numerosos ciudadanos que esperan cumplir  el “sueño americano”.

El que ambos fueran seleccionados es una triste atipia, pues la rigurosa selección de aquellos que aspiran al servicio público había sido una tradición incólume entre los norteamericanos. Es aberrante que políticos de fardos tan negativos hubiesen podido colarse en la boleta presidencial. Recuerdo el fracaso de dos aspirantes señeros a la presidencia estadounidense,  uno,  por llorar en público, y el otro, luego de  conocerse su enfermedad depresiva. Ed Muskie, el primero, y Michael Dukakis, el segundo. Sin duda, el colador era más fino entonces que ahora.

El mundo, y parte del electorado, rezan sin entusiasmo por el triunfo de Hillary Clinton.  Paradójicamente, siendo demócrata, se percibe como continuadora del status quo, conservadora, moderada, y capaz de continuar la recuperación económica emprendida por Barack Obama. Es la preferida de sensatos, educados, y de todo aquel que ve en Donald Trump un improvisador desaforado, capaz de hacer un desorden de “padre y señor nuestro”. Quienes creen en las propuestas de este último,  irrealizables  y  pasionales, esperan entusiasmados que  triunfe el “redentor”.

De ganar la candidata demócrata, se teme a la furia vengadora del magnate inmobiliario, quien, herido en su narcisismo, pudiera intentar llevarla ante los tribunales y desestabilizar el aparato gubernamental.

Frente a tanto pesimismo, temores, y augurios catastróficos, tranquiliza el recordar que se  encuentran vigilantes ese conjunto de instituciones, organizaciones y, sobre todo, esos jefes que quitan y ponen dentro del “Gigante del norte”: los dueños del capital. Ellos actúan siempre, y seguirán haciéndolo, como estabilizadores de naves transatlánticas, diseñados para amortiguar zarandeos excesivos y prevenir mareos. A partir del próximo miércoles, estarán atentos y evitarán cualquier desafuero presidencial que les sea inconveniente. Encarrilarán a cualquier descarrilado.

No importa cuán taimada sea Hillary o desquiciado Donald, siempre prevalecerán en Norteamérica las instituciones y el poder del dinero.  El nuevo presidente traerá chubascos pero no tempestades.