“El ojo lo ve todo, pero no puede verse.”  Macedonio Fernández

Lo de Charlie Hebdo no es distinto a lo que está pasando aquí con los haitianos. De hecho, es tan parecido que me da miedo, pues atenta con libertades igual de esenciales e igual de preocupantes. La razón es fácil de identificar: Charlie Hebdo y su grupo entendían que al fanático o al intolerante se lo enfrenta. Ayer, mi amiga, la periodista Argénida Romero, hablaba de que en la visión del semanario francés de Hebdo, la tolerancia políticamente correcta es como intentar convivir con un esposo golpeador. Es creer que el esposo es naturalmente bueno, pero sólo golpea cuando se lo provoca. Es convencerse de que la culpa no es del violento sino de la víctima. Es creer que si nos portamos bien, nada malo pasará. Pero la experiencia nos muestra que, tarde o temprano, el golpeador golpeará.

Para nadie es noticia que las cosas andan mal en nuestra tierra, ser dominicano, o ser sencillamente humano, es agotador y doloroso, pero ¿Cuantas personas han muerto realmente por la gripe aviar ayer o por "el peligro judío" a principios de siglo o por brujería durante la inquisición o por cualquiera de esas mentiras, que han sido tan "reales" en todas sus épocas, como es aquí el "peligro haitiano" y que sólo han servido para esparcir el miedo y con este, imponernos miseria, dolor, hambre; dictaduras? ¿Cómo podría Haiti articular una invasión cuando ni siquiera ha podido articular un Estado? ¿En qué cabeza aterrorizada tan irracionalmente cabe esta idea? ¿En serio nos hemos vuelto tan miserables? Hemos llegado a justificar abusos a derechos tan básicos como tener un techo -caso Montellano, por ejemplo-, detrás de la mascara de una “ilegalidad” que todos sabemos es fomentada por sectores locales que se lucran de esta para hacer de estos “ilegales” esclavos modernos y por un sistema regido por la corrupción de estos sectores. Estamos hablando de seres humanos, de amigos que aún no tenemos el placer de conocer, de hermanos, de parejas de enamorados, de vecinos, de niños que deberían estar ahora jugando, comiendo una fruta, aprendiendo, amando, para así llenar al futuro con sus infancias.

Todo vuelve irremediablemente al miedo, que parecería ser la verdadera esencia de ser "dominicano", ya que es el único relato que se sostiene constante entre nosotros a través de la historia: miedo a la política, miedo a participar, miedo a la revolución, miedo a dialogar, miedo a disentir, miedo a aceptarnos, a querernos, a reconocernos como semejantes. En la película de 2014, El Gran Hotel Budapest, el personaje M. Gustave H. durante un acostumbrado sermón dice: "La arrogancia es sólo la expresión del miedo." No debatir, no dialogar, no aprender de nuestros errores, seguir siendo impulsivos, improvisados, poniendo pasiones sobre razones, es la expresión de nuestro miedo y esto sólo nos ha servido para hundirnos más y más en esta miseria que somos hoy. Mucha gente se me acerca y me dice que necesitamos hombres con cojones, cuando el gran fallo de nuestra historia es precisamente la abundancia absurda de hombres con cojones, pero sin ideas.

Tengo miedo, señores, lo acepto. Mi especie me da miedo, me da miedo que en estos quince mil o veinte mil años de historia documentada, no hemos aprendido nada; no hemos aprendido que el miedo solo engendra violencia y más miedo, que son los verdaderos horrores de este mundo. Siento miedo de esa cárcel que es el miedo, que nos impide ser felices, que nos impide disfrutar de nuestros placeres, nuestros cuerpos, pasiones, pensamientos, dolores, amores; de nuestro mundo y sus habitantes. Siento miedo de esa extrema derecha que hoy se levanta entre nosotros y nos amenaza autoritaria con su dictadura de miedo, -porque entre miedo y miedo, le hemos cedido el paso y los hemos dejado hacerse viejos y cínicos ahí-. Siento miedo de ese niño abandonado al que ignoramos en nuestros espejos retrovisores, de esa familia sin comer, de esos disparos, esos golpes, esas mentiras, chantajes; hambres. Por miedo nos negamos, nos contradecimos, dejamos de hacer lo que nos gusta y hacemos lo que odiamos. Por miedo nos arrinconamos y les otorgamos los mecanismos para resarcir el mal, a quienes han hecho el mayor de los males.

Me da miedo darme cuenta de que en los últimos veinte años nuestra gente ha dejado de sonreír, cada día un poco más, pero sobre todo, que parecería que a nadie le importa un cojón.

Me da miedo sentir aveces que estoy perdiendo la sana locura de sonreír al futuro, aunque sea sólo para mostrarle a este que aún tengo dientes con que morderlo, para aguantarlo, para seguir creyendo que si todos hacemos nuestra parte, un mundo mejor es posible.