Cuando los Lugo-De la Cruz terminaron de construir su hogar, procedieron jubilosos a mudarse, mueble por mueble y casi a pie, desde la calle Cuba en San Carlos hasta su flamante casa propia en Villa Consuelo. Una vez instalados, se reiniciaron las visitas del suboficial del Ejército (adscrito a la Guardia Presidencial) León Félix Batista Cepeda a su prometida Cristobalina –la mayor de las muchachas, de 18 años–. “¿Qué más quiero? / ¡Me ama, sí, me ama, lo veo!” acaso pensaría, por inoculación del melódico elíxir de amor de Donizetti.  Corría 1959, y unos “barbudos” penetraron por Constanza, Maimón y Estero Hondo, con el deseo absurdo de derrocar al Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva Generalísimo Doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina… y terminaron masacrados. ¡Atentado inconcebible! La frase “Todo se lo debo a Trujillo” no era un dicho falaz: tan bueno El Jefe, que exigió bautizar él mismo a las dos niñas pequeñas del matrimonio entre el Alférez de Navío Manuel Lugo y la joven Francisca de la Cruz, para lo que el padrino de todos los niños dominicanos aportaría una considerable suma de dinero, gracias a lo cual se pudo edificar la casa en que los novios se reencuentran hoy.

León Félix, mi padre, en tiempos de noviazgo con mi madre.

Una noche de amoríos de galería, al claroscuro perfumado de las flores del jardín y el alumbrado tenue, sucedió lo excepcional: los habitualmente reservados y prudentes vecinos, con su jefe de familia don Alberto a la cabeza, cantaban al son de la guitarra del primogénito –también llamado Alberto, de 16–, mientras que los hermanos varones (Héctor de 15 y Ricardo de 13) coreaban; y la pequeña Evita, de 11, a lo mejor bailaba alrededor de todos, tomándose las faldas de un vestido floreado, su pelo lacio suelto y zapatitos de charol. Una escena deducida, por supuesto, a partir de los sonidos y desde la oscuridad, por los enamorados. Albertico era roquero, y había debutado como cantante y músico con el conjunto los Happy Boys en el show dominical “La hora del moro”, emitido por Rahintel (único canal privado de TV) y producido por Rafael Solano. Pero ahora y aquí, en la calle Barahona #239, los caracoles de las carcajadas y las coplas saltaban de labio en labio, como si aves enjauladas festejaran su inminente libertad. Aunque la parejita de futuros padres de un poeta desconociera los motivos, era evidente la algarabía entre el grupo convecino. Una alegría que presagiaba la tragedia del día siguiente, 7 de julio de 1960.

Cristobalina, mi madre, en tiempos de noviazgo con mi padre.

Alberto era formal, metódico, pero bastante amable. Decía “buenos días”, “buenas noches” por encima de las planchas de zinc que dividían ambas propiedades. Aunque también –y a ráfagas– parecía recelar (precavido, no nervioso) del vozarrón doméstico y carraspeante del Alférez Lugo Chapman cuando salía de la base naval, como de cuando llegaba el pretendiente militar Batista, rutilantemente uniformado, a ver su amada y  un solo instante el palpitar de su hermoso corazón sentir. Suspicacia curiosa del vecino, pues se sabía que su propio padre fue un general de los tiempos montoneros. Aunque a Alberto, tras morir su mamá, una misionera y enfermera norteamericana lo adoptó y educó en Santiago, hasta convertirlo en un perito contador y traductor. Siempre cercano a la Misión Metodista Libre de su crianza, ya adulto casó con Luz María, convirtiéndola también en miembro de la Iglesia Evangélica Dominicana. Pero esa noche en que la dicha se transmutaría en pena, él se asomó por encima de la verja, mirando fija e inexpresivamente a la adolescente Cristobalina, según ella recuerda: como con un vistazo de despedida, como el  Adiós a todo eso  de Robert Graves tres décadas atrás.

Y es que existía un misterio, aunque se supo después: Alberto repartía secretamente –en tiendas, espacios públicos, restaurantes, taxis– pasquines contra el dictador, realizados por Albertico y él con el estilo anónimo (recortando y pegando palabras de diarios y revistas), y con apoyo de la organización clandestina que fundó: “Los Decenarios”.  Para ello se hacía acompañar por Héctor, por ser menor. Era su modo de ejercer una firme desafección al régimen sin traicionar su condición de hombre devoto. Ni a Balina ni al teniente Manolo Lugo ni al soldado Félix Batista les extrañaba que, en la esquina, permanentemente, un individuo simulara estar leyendo El Caribe: al fin y al cabo la vigilancia delatora era actividad ubicua. Pero a don Alberto sí: aquel hombre intimidante era un indicio turbio –sumado a otros– de que el Servicio de Inteligencia Militar le pisaba los talones por su temeridad.

Bodas religiosas de mis padres, Iglesia San Juan Bosco.

Entonces decidió eludir esa amenaza y proteger a su progenie, solicitando asilo a la céntrica embajada de Brasil. El plan se consensuó esa noche: un compañero, don Alberto y Albertico se vestirían con sotanas y crucifijo al pecho; en tanto doña Luz, de riguroso negro, simularía una viuda con tres hijos tratando de emigrar. Tocaron y rieron con acordes de seis cuerdas, pues todo saldría bien. Pero no ocurriría exactamente así.

A media mañana, condujeron hasta la misión diplomática (“sacerdotes” en asientos delanteros, “viuda” e hijos atrás), sin sospechar que cada embajada estaba siendo vigilada por el déspota. Un giro brusco del volante, y penetraron, colisionando con un carro estacionado dentro. Inmediatamente, varios agentes del SIM violentaron el lugar bajo fuego graneado, haciéndolos salir del auto. Dispararon al chofer y otras dos balas atravesaron el vientre de Albertico durante el forcejeo con un agente, al que Alberto enfrentó para evitar que rematara a su hijo… pero otro “calié” le disparó en la cabeza a quemarropa, deformándole completamente el rostro. Ambos fueron arrastrados a la acera, y Héctor conducido encañonado en la sien, mientras los secretarios y oficiales del cuerpo diplomático protestaban en vano. Pese a haberse protegido en el piso del asiento trasero, la señora resultó herida (en la muñeca) y Ricardo también, con un disparo no letal en la cabeza. Su sangre tiñó de rojo el vestidito de Eva.

Todos juntos, en la acera, arrodillados y conscientes, presenciaron que unos agentes sacaban el vehículo para encubrir la violación de la sede diplomática, mientras que otros arrojaban a Alberto a un jeep, como un fardo moribundo. En su cara, la sangre hacía burbujas, así que respiraba todavía. Conducido agonizante a las ergástulas, se le dejó morir atado a una silla. Su cónyuge y prole fueron objeto de interrogatorios y tortura psicológica en el hospital y en La 40, hasta la categórica intervención del embajador brasileño y amenazas de ruptura entre ambos países. Al velatorio de Alberto sólo pudieron asistir los ilesos Héctor y Eva. La joven novia Cristobalina recuerda aún cómo lloraba Evita, a todo pulmón, la muerte de su padre, y que los inconmovibles agentes del SIM la obligaban a enmudecer. El gobierno de Brasil los protegió todo el tiempo, incluso hasta emigrar, apostando vehículos con escudos y banderas en el hospital, la calle y toda la ruta hasta el aeropuerto.

Una leyenda barrial indica que una vecina osada visitó en el hospital a Luz María, y le pasó una biblia pidiéndole que rezara un Salmo en específico: allí le había escrito que su marido no sobrevivió al disparo. Y cuenta una prima que Albertico vino a Santo Domingo varios lustros después, y solicitó al Dr. Luperón Vásquez (nuevo propietario, quien alcanzaría otro tipo de notoriedad como uno de los jueces fundadores de la actual Suprema Corte de Justicia), que le permitiese entrar a su residencia natal, a revivir recuerdos. Dicen que lo dejaron recorrer a solas sus rincones. Dicen que frente al frondoso guayabo del traspatio extrajo un pañuelo y se lo pasó por la mejilla, subrepticiamente. Lo que nadie dice –porque no lo sabe– es si el pañuelo estaba humedecido por el sudor del trópico, o por una furtiva lágrima que  negli occhi suoi spuntò.

El 30 de mayo de 1961, a menos de un año del episodio, hace ahora 6 décadas, el tirano fue debidamente ajusticiado. Dos años después los novios testigos de este drama se casaron. Y cuatro años después nacería de ellos yo, acaso con el único destino existencial de convertirme en escritor y relatarles esta historia.

CODA

Mi madre nos había contado esto innumerables veces, desde nuestra infancia. A mí me parecía tan mítico como real aquel compuesto de retazos de recuerdos, nombres sin apellidos, rasgos generales de fisonomías y comportamientos. Hubo de transcurrir buen tiempo para que descubriera su absoluta realidad. Aquel audaz vecino, de tan firmes convicciones, era nada menos que Alberto Conrado Abreu Morel, opositor al sátrapa que pretendió asilarse en la embajada de Brasil junto a los suyos y su colega en la resistencia Eugenio “Ligó” Cabral. El intento derivó en su cobarde asesinato por los esbirros de la dictadura, lo que generaría un mayúsculo escándalo internacional cuando menos lo deseaba Trujillo. En los infaustos e infames hechos sólo murió Abreu Morel, a los 48 años, siendo los sobrevivientes protegidos por el valiente embajador, cuyo nombre era Jaime de Barros Gomes. Luego de un tiempo entre Río de Janeiro y Sao Paulo, partieron a los Estados Unidos. Las últimas noticias de los Abreu-Piña (ver Periódico Hoy, 18 de mayo de 2013) indica que Héctor ya falleció (trágicamente en 1979), mientras que Luz, Ricardo, Eva, y Albertico han de vivir todavía, aunque éste nunca pudo superar el estrés postraumático del hecho, y sufre una ligera demencia. Una institución educativa de la ciudad de Santo Domingo lleva por nombre “Colegio Evangélico Alberto Abreu”. Nadie ha sido condenado por el crimen.

Mi madre lo recuerda como si todo hubiera ocurrido ayer…