A pesar de los años transcurridos, recuerdo a un profesor que decía que su trabajo requería un poco de sicología y mucha paciencia. Era nuestro maestro de historia del segundo año de la secundaria.

El país estaba viviendo tiempos de reforma pero él sostenía que algunas tradiciones debían permanecer como antiguas ruinas de civilizaciones sepultadas, desafiando el tiempo y los elementos. Por eso, no entraba al curso mientras no lo hiciera el último de nosotros.

Llegaba silenciosamente, colocaba como un ritual su manchado sombrero sobre el escritorio, tiraba con una parsimonia escalofriante los papeles, tizas y todo lo que ocupaba un lugar innecesario en la mesa de trabajo y miraba lentamente a su alrededor. Siempre era lo mismo.

Uno podía suponer la hora por cada uno de sus gestos. Llevaba haciéndolo diariamente por años. Sus palabras eran también las mismas.

Infundía un respeto que rayaba en el miedo. Cuando uno de los compañeros avanzados le preguntó por qué era tan a pegado a la rutina, el profesor hizo como que no escuchaba. Con un pequeño gesto de su mano derecha pidió que repitieran la pregunta. Se reclinó en su asiento, se caló las gafas de grueso marco y miró profundamente al estudiante.

Siguió un gesto de aburrimiento con el que le ordenó sentarse, tomó una tiza y escribió sobre el roído pizarrón la tarea del día siguiente dando por terminada la clase.

En la jornada siguiente, repitió el ritual. Esperó que el silencio reinara completamente sobre la sala y mirándose la punta de sus siempre ilustrados zapatos de fina punta dijo, abarcando a todos los presentes con una expresión entre adusta y comprensiva: “No me gusta la rutina, pero me da resultado.  Y no se volvió a hablar del asunto.

No obstante la rutina, era un hombre impredecible. Podía reaccionar con una leve sonrisa a una ofensa y con visible irritación ante una falta insignificante de un alumno, como ocurrió el día en que uno de nosotros se paró de su asiento sin permiso para ir un momento al baño.

Un viernes llovió intensamente y a la hora del recreo los estudiantes nos aglomeramos en los pasillos. Cuando el profesor se dirigía al curso le hicieron el claro. Uno silbó y a esto siguió un aplauso. El hombre se detuvo. Llevaba un paquete de libros y papeles debajo del brazo izquierdo. Se llevó la mano derecha al sombrero y se lo quitó. Automáticamente los aplausos cesaron.

Hubo un minuto de silencio que pareció no terminar. El sordo ruido de la lluvia golpeando los ventanales hería los oídos. El profesor dio dos pasos e inmediatamente se detuvo al reiniciarse los aplausos. No volvió el rostro, y el incidente se repitió unos minutos. Caminaba un poco, aplaudían a sus espaldas, se detenía y volvían a cesar los aplausos. Era una escena ridícula pero nadie se rió y todos los rostros delante de mí parecían petrificados.

A la hora siguiente en clases, se repitió la rutina de siempre. Nuestro profesor no habló del incidente sino dos semanas después, en vísperas de un examen de fin de año.

“Tengo entendido que algunos de ustedes gozaron un mundo el otro día…”, fueron sus palabras iniciales. “Mañana me toca”. Nos advirtió que íbamos a tener problemas. En realidad habíamos descuidado la materia. En mi interior sabía que no había estudiado durante el año lo suficiente.

Antes del examen, hizo el único cambio en su rutina diaria durante todo ese año. Esa vez cerró la puerta del curso y pasó el pestillo para más seguridad. Leyó los puntos de la prueba e hizo lo indecible para que todos entendieran y no tuvieran problemas. La regla prohibía preguntar en medio del examen pero él respondió a todas las preguntas una y otra vez.

Cuando salimos cabizbajo y avergonzado del aula, camino de la dirección, le dijo al grupo reunido en el pasillo: “Estuvieron fenomenal”. El lunes puso las notas sobre un papel en el lobby del plantel. Todos habíamos aprobado. Pasó junto a nosotros y con una sonrisa de triunfo afirmó: “¿Se acuerdan del día de lluvia en el pasillo? Estamos en paz”.

Era un hombre ciertamente impredecible. A su manera, esa fue una especie de venganza. Para mí una lección que no he podido olvidar.