En los últimos días mi vida ha dado un giro. El pan mío de cada día es atender a pacientes con trasplantes de pulmón, corazón y los demás órganos que vienen con fiebre, tos, disnea y radiografía anormal. Cada semana admito, hago broncoscopía o intubo a varios de ellos.  Procedimientos otrora habituales hoy catalogados, gracias a una tirilla de RNA,  como de “alto riesgo”.

Es mi rutina, pero ha cambiado. Evito los elevadores. Tengo mi mano y codo izquierdo “designados” para abrir las puertas no electrónicas que no puedo abrir empujando con la espalda y, mientras subo las escaleras, me concentro en no tocar nada con ellos hasta que llegue a una estación donde me lavo las manos… y el codo.

Entonces me llaman, tomo el teléfono que han tocado y por el que han hablado quién sabe cuántas personas, y me doy cuenta de que mis esfuerzos por permanecer “limpio” no han servido de nada. Llega el momento de entrar en el cuarto del paciente aislado y sigo la rutina de ponerme y quitarme el equipo de protección, comprobando, una vez más,  lo complicado que es hacerlo correctamente. Es toda una coreografía.

¿Cuántos errores habré cometido esta vez? A las tres de la mañana es difícil hacer una apreciación justa. Hasta que no lleguen los resultados queda la duda. Las estadísticas indican que a la gran mayoría de las personas como yo les va muy bien con el Covid. Eso ayuda, pero en medio de gente gravemente enferma es mucho más difícil apreciar esa realidad.

Salgo para la casa, limpio mi beeper, el celular, las llaves, pero ignoro qué tan descontaminado esté el bolsillo en el que los vuelvo a poner. Llego a la casa, me quito la ropa en el garaje y entro directamente a la ducha, donde me cepillo con una pasión digna de mejor causa. Mañana será otro día, y cada vez que amanezco sin fiebre ni síntomas es motivo de una pequeña celebración. Dentro de unos meses pienso comprarme (y usar) una camiseta que diga “I survived Covid-19”. Y ese día tomaré una bocanada de aire profundo con placer… y sin miedo.