La muerte es el último acto íntimo del hombre. Y el más íntimo de todos. La muerte es un evento más íntimo que una noche de bodas. Después de todo, noches de bodas puede haber muchas. Pero solo se muere una vez. Después de todo, las noches de bodas se celebran entre dos. Pero se muere siempre solo.
Muchas prácticas confirman el carácter íntimo de la muerte. A los ahorcados y a los electrocutados se les enfunda la cabeza, para que, a pesar de las multitudes morbosas que asisten a sus ejecuciones, mueran solos. A los fusilados se les vendan los ojos. A los cadáveres se les cubre con una púdica sábana blanca, se les confina en un hermético estuche de plástico y se les archiva en los cementerios, en compartimentos estancos e individuales, hechos de tierra o de cemento.
Muchos ejemplos confirman el carácter íntimo de la muerte. Los suicidas de vocación mueren siempre solos: Alfonsina Storni y Virginia Woolf en la intimidad de las aguas; Van Gogh en la soledad de los trigales de Auvers-sur-Oise; y Hemingway en el vestíbulo de su casa en Idaho, acompañado solamente de su escopeta favorita. Pero morir en soledad no caracteriza solo a los suicidios o a las ejecuciones. Mientras Bruto y sus cómplices lo apuñalaban, Julio César se cubrió la cabeza con su toga para morir solo.
Es por esto por lo que los velorios y los entierros concurridos son una aberración. Un entierro con mucha gente es, en cierta forma, un acto de voyerismo y de indiscreción, cuya expresión más extrema es la de acercarse al féretro para acechar al cadáver. Es como si a la noche de boda asistieran como espectadores todos los que asistieron a su celebración. Los europeos lo han comprendido mejor. En los entierros europeos no hay esa multitud que inunda nuestros cementerios vestida de luto. Los entierros en Europa se reservan a la familia cercana, a los padres o a los hijos, a los abuelos o a los nietos, a los hermanos o a los sobrinos. A nadie más.
Cuando muera no quiero ni velorios ni entierros ni misas. Cuando muera solo quiero que mi cuerpo arda, en la intimidad del crematorio, con el mismo fuego con el que arderá eternamente mi alma en el infierno, y que mis cenizas sean ilegalmente esparcidas, un amanecer solitario, en el estanque desierto de la Abadía del Rouge Cloître, en Bruselas.