Tenía una tía abuela, Conchita Jáquez Vda. Rincón. Vivía junto a un hijo y dos hijas, en una hermosa casa con unas escalinatas en mármol para poder entrar, estaba en la calle Duarte, de La Vega. La recuerdo como si fuera hoy, grandes columnas, pintada la casa de verde, puertas en caoba y unos vitrales en la puerta de entrada.
En el recibidor un gran espejo antiguo, con unos ganchos para colgar los sombreros. Otro mueble al lado para poner las sombrillas. En el ala izquierda, una imponente sala, con un piano. En el ala derecha, las oficinas de Fello, su esposo, Rafael su hijo mayor y Alberto, los tres abogados. Luego de la entrada, un comedor antiguo en caoba. Sobre la mesa, un florero llano con unas hermosas matas de agua e interior.
En esa área, Conchita, como yo le llamaba, tenía su mecedora, siempre estaba tejiendo, al igual que mi abuela. Ellas eran concuñadas y contemporáneas. Ahí también estaban las escaleras que llevaban a las habitaciones que quedaban en el segundo piso.
Yo iba todas las tardes, luego de hacer mis tareas escolares, porque María, mi tía madrina, me estaba enseñando a tejer a dos agujas y aprovechaba ella ese tiempo para enseñarme inglés y comentar las obras que estaba leyendo. Era una fanática de Agatha Christie, ella me trasmitió el amor al género de novelas de suspenso e investigación policíaca.
La casa poseía un hermoso jardín interior, por un lado estaba una cocina, la despensa y otra cocina. Por el otro lado, las galerías que bordeaban las habitaciones de la parte baja en las que se encontraban las de Pepe, su hijo y la de Conchita. En el jardín, Rufo, un hermoso y temible pastor alemán. Yo le tenía terror, por eso desde que yo llegaba, lo trancaban.
A mi madrina le encantaba cocinar, hacer ricos bizcochos y pan en un bol de porcelana china, en el que hoy hago mis postres para regalar. Ese es uno de mis tesoros, junto a una cuchara tallada en plata, que me regaló mi padre, que perteneció a su madre. Esos dos objetos son mis únicos bienes de valor que tengo y no de un valor económico, sino sentimental.
De Conchita tengo una gran cantidad de recuerdos y anécdotas, como por ejemplo, un día me comentó que el país estaba tan mal, que había tanta delincuencia en la capital, que unos jóvenes secuestraron a una anciana, la mandaron a desvestir y ella muerta de miedo, porque se temía lo peor, obedeció, luego le dijeron que se pusiera su ropa, porque lo único que ellos querían era ver a una vieja desnuda, utilizando un vocablo más vulgar.
Sus vecinas eran tres hermanas contemporáneas suyas, las Meléndez. Había una, Naná, muy mayor, y cada vez que me veía pasar me seguía y se quedaba conmigo en la puerta esperando que me abrieran, ella me decía –vete, vete, que ellas están ahí y no te quieren abrir-.
Conchita siempre me decía, come todo lo que puedas, porque llega una época en que no se puede comer casi de nada.
Realmente, las cosas hay que hacerlas cuando uno está joven, porque luego ya no se pueden hacer, ni dar marcha atrás al tiempo.
A mí me faltaron muchas cosas que me hubieran gustado, por ejemplo, me faltó una terraza bien grande en mi techo, pero ya no tiene sentido, porque los espacios me resultan inmensos para mí sola. Me quedé con el deseo de subir al Pico Duarte, pero caminando, no en una mula, ni en un helicóptero. Mucho me hubiera gustado conocer a Machu Picchu, pero ya la presión y el miedo que he cogido a viajar, no me lo permiten. También ver jugar tenis a Federer, pero por la razón anterior, imposible.
Siempre me gustó viajar sola, ir a los resorts, sola. Pero la última experiencia que tuve me dicen que sin un lazarillo, no debo salir. Llegué al hotel, mi hijo me dejó instalada, quise explorar el ambiente y cuando quise regresar a mi habitación, no la encontraba. Llamé a mi hijo llorando y él me preguntó si quería que me fuera a buscar, pero que me recordara que yo caminaba Santiago de Chile, sola. Buenos Aires y Madrid, que cómo me iba a intimidar un hotel en mi país. Le contesté que no fuera, pero que diez años eran significativos. Me quedé, pero comprobé que cada cosa tiene su edad.
Conchita sí que tenía razón, hoy quisiera comer muchas cosas y hacer otras y ya no puedo.