El pasado 21 de enero del presente año llegué por emergencias a la clínica Integral tras presentar serias dificultades respiratorias y una inclemente fiebre que no cesaba con los tratamientos ordinarios. En el recinto médico, aun sin saber el agente causante de mi condición, decidieron ingresarme como interno luego de constatar que mis plaquetas habían bajado de sus niveles normales. Se creyó en principio que lo que padecía eran los síntomas propios de una afectación por Dengue, enfermedad infecciosa causada por un virus que normalmente transmiten los mosquitos pero que también puede ser causado por animales.
Al día siguiente de ingresar a la clínica los síntomas de mi enfermedad continuaban empeorando: la fiebre no cesaba y sentía fatiga sobre todo por la dificulta con que ejercía la respiración. Al no presentar mejoras, decidieron trasladarme a la unidad de intensivos con el propósito de tratar mi condición de manera más incisiva, sin embargo desde aquella unidad los esfuerzos igualmente parecían en vano y mi condición de salud empeoraba. Pasadas unas 24 horas desde mi ingreso al área de intensivos, amigos y allegados comenzaron a darse cita en el lugar y la noticia de mi enfermedad se extendía entre personas conocidas.
Entre somnolencia y agobio, a mi alrededor percibía a las personas desesperadas. Era obvio que algo no andaba bien y que en cualquier momento se perdería una vida: la mía
No quería que nadie se enterara de mi situación, en verdad no deseaba que me vieran así; además no había hecho consciencia de la gravedad de mi estado y para mí superar aquella situación iba a ser cuestión de días. No obstante, los amigos siguieron llegando. Recuerdo en aquellos momentos como personas de alta estima se iban en llanto con el solo hecho de entrar a intensivos y verme postrado en la camilla. Fue allí que supe que ciertamente la escena no era alentadora y que lo peor podía ocurrir en cualquier momento.
Según se constataba en las primeras radiografías de tórax, mis pulmones estaban severamente afectados, pues los mismos se vislumbraban blancos casi en su totalidad y era evidente que el intercambio gaseoso con la sangre que estos deben realizar lo desarrollaban pobremente, ya que el solo intento de incorporarme del lecho provocaba en mí una toz incontrolable. Fue en ese momento que se tomó la decisión de trasladarme de centro, pues pronto se dieron cuenta que mi vida era cuestión de tiempo.
El nivel de oxigeno que debe tener una persona en la sangre debe ser superior a un 85 por ciento, sin embargo, cuando llegué al nuevo centro clínico mi nivel de oxigenación era mínimo, por lo que el suministro de oxígeno en mi organismo debía ser constante. No obstante, por imprevisión de los paramédicos fui trasladado a Cedimat, Plaza de la Salud, sin oxigenación y mi sistema respiratorio estaba a punto de colapsar. Me sentía agotado, sabía que no podía, bajo ninguna circunstancia, dejar de inhalar aire, pero mi respiración era ya mecánica y me sentía cansado de respirar.
Entre somnolencia y agobio, a mi alrededor percibía a las personas desesperadas. Era obvio que algo no andaba bien y que en cualquier momento se perdería una vida: la mía. Creo que en algún lugar de la sala de emergencias habían 5 personas alrededor de mi cuerpo que no dejaban de hacerme preguntas (eran los médicos), la mayoría de las cuales no hallaban contestación de mi parte puesto que hablar también se me dificultaba en extremo.
Recuerdo que en algún momento uno de los doctores me preguntó si me sentía cansado de respirar, a lo que contesté positivamente con un movimiento de cabeza. Inmediatamente me dijeron: “Joven, tendremos que entubarlo para darle asistencia mecánica a su respiración. ¿Está de acuerdo?”. Contra, pregunté como pude sobre las implicaciones de esa medida, por lo que los doctores me explicaron en términos muy sencillos que la decisión tendría por propósito ayudar a mis pulmones a respirar. Acepté sin mayor resistencia.
En ese momento, de lo único que tenía control era de mi respiración la cual se hacía cada vez más pobre; pero la realidad era que me encontraba como varado entre dos estados: Mi estado actual, y un estado de consciencia que se alejaba cada vez más de todo aquello que me rodeaba, de las personas, de los doctores e incluso de mis ambiciones más anheladas, era como si me estuviera yendo sin quererlo. Fue justo en ese momento que decidí no respirar más, estaba cansado y no podía continuar. Me ensimismé y cerré los ojos, me tranquilicé, enfoqué mis pensamientos en Dios e hice la siguiente oración:
“Señor, aquí estoy. Te pido, si aún es posible, que perdones mis fallas. Te entrego mi vida y mi condición y te ruego, sobre todas las cosas, que vengas y no me dejes solo. Te necesito.”
Aquella fue la oración más sincera porque era el producto de lo que sentía y no de lo que creía, solo me entregué a él y Él respondió, pues de inmediato sentí una presencia cálida, una sensación que me hizo llorar y luego, al cabo de un tiempo y sin darme cuenta, perdí el conocimiento.
Esos hechos ocurrieron un Jueves en la noche y, según versiones, ya al día siguiente los doctores habían dado con la causa de mi condición: Padecía una severa neumonía que había afectado casi la totalidad de mis pulmones, todo aquello producto de la Influenza del H1N1.