Cada vez que una persona viaja a un sitio desconocido surgen inquietudes y expectativas generales. Cuando uno viaja a un lugar que es considerado como uno de los países más pobres del mundo (con un índice de desarrollo humano de 158, de acuerdo al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2011) y ciertamente el país más pobre del continente americano (PNUD, 2011), las expectativas son precisamente las de encontrarse con un país…. pobre.
¿Qué encontré? Encontré un país mucho más pobre de lo imaginado. Un país con una población de aproximadamente 9 millones de habitantes que ocupa una tercera parte de la isla Hispaniola, con muy pocos recursos de infraestructura. Un país, que en pleno siglo 21 no tiene un buen sistema de alcantarillado y donde escasean servicios básicos como el agua potable y la luz eléctrica. Puerto Príncipe, su capital, está sumamente sub-desarrollada; para dar un ejemplo de esto, el país sólo tiene un total de 10 semáforos, 7 elevadores, y 3 grandes supermercados. A tres años del terremoto, la mayoría de las calles aún están llenas de escombros, de basura y de campamentos con casetas de campaña. El país está prácticamente desforestado, debido principalmente a la tala de árboles para la elaboración del carbón (el 90% de la población haitiana cocina con carbón de leña). No vi la clase alta haitiana, que esperaba ver, en el desarrollo socio- económico del país. Es decir, no vi empresas desarrolladas con capital haitiano o extranjero encargados de abastecer las necesidades del país (i.e., fábricas de papel higiénico, de productos enlatados, sillas plásticas, es decir, de los productos que vi importando al país por la frontera dominico-haitiana). Tampoco, vi la clase alta haitiana, quizás blanca, que esperaba encontrar, pasearse por las calles. De hecho, en Haití no hay ni un solo centro comercial.
Desde mi regreso de Haití, he estado buscando posibles explicaciones para lo que acababa de ver. A continuación, presento cuatro ideas que pretenden servir de reflexión. Encontré (1) un país golpeado por su propia historia, (2) sumido en la desesperanza aprendida (concepto introducido por el psicólogo cognitivo estadounidense Seligman en 1975), (3) con una arraigada identidad de víctima y de fatalismo (conceptos introducidos por el psiquiatra con enfoque psicoanalista Victor Frankel (2008) y el psicólogo social-comunitario Salvadoreño Martin Baró (1984), y (4) con un nivel muy alto de locus de control externo (concepto introducido por el psicólogo positivista estadounidense Rotter (1982) producto, en parte, de las creencias religiosas del Vudú que caracteriza a la población Haitiana.
El golpe de la historia. No soy historiadora, pero entiendo que todos/as somos producto de nuestra historia y que nuestro presente está moldeado por ella (i.e., cultura, lenguaje, costumbres, etc). Las escuelas, cines, teatros e iglesias que fueron construidas por los colonizadores franceses fueron destruidos a raíz de las devastaciones ordenadas por Loverture y Desalines en su lucha por la liberación de esclavos y la independencia haitiana. Tras la independencia, no quedó en el país impresionantes iglesias y catedrales, ni ciudades deslumbrantes que se semejaran a la Francia de los ex colonos. Una vez, declarada la abolición de la esclavitud, y establecida la independencia Haitiana en el 1804, los esclavos haitianos, ahora libres, no tenían la organización ni estructura socio, económica y política que les ayudara a echar esta nueva empresa hacia delante. Tenían muchos deseos y derechos de ser libres. No contaban con muchas estrategias de cómo hacerlo. Hoy día, 206 años después, Haití continúa con la misma falta de organización, y de estructuras e infraestructuras socio, económica y política efectivas que puedan sacar a Haití del estancamiento en que se encuentra. Y no parece que, aún y muy a pesar del paso del tiempo, hay una numerosa clase burguesa haitiana o un pueblo de obrero, responsabilizado y comprometido con el desarrollo de esa nación. La historia reciente ha estado plagada de gobiernos corruptos e igualmente ineficientes, tanto las dictaduras, particularmente la de Duvalier como los demás gobiernos corruptos de los pasados 25 años, que han contado con el apoyo internacional.
La desesperanza aprendida. El concepto de la desesperanza aprendida (Seligman (1975) indica que las personas aprenden a pensar que las cosas no van a mejorar por más que se trate, porque las mismas están fuera de nuestro control. En Haití, vi la desesperanza aprendida en la mirada de la gente. En muy pocas ocasiones vi la gente reírse y disfrutar de la vida. Y pregunto, ¿Puede uno sonreírle a la angustia y la desgracia? Esta desesperanza ha venido aprendiéndose paulatinamente, quizás desde los tiempos de la esclavitud. Recordemos que los esclavos vinieron a estas tierras en contra de su voluntad, a trabajar en las peores condiciones, sin posibilidades de socializar. Vinieron a vivir experiencias desgarradoras. Era gente infeliz. Hoy día Haití sigue siendo un país donde vive mucha gente infeliz. Y es que hay tanto y tanto que hacer para componer al país que ha llevado a mucha gente a pensar que por más esfuerzos, energías, y dinero que se invierta, las cosas no van a mejorar. La gente ha aprendido a desconfiar de los otros y de sus propias capacidades para echar el país adelante. En Haití vi un país pobre. Pero no es una pobreza, como la que existe en países primer mundistas donde puede haber escasez de artículos de primera necesidad. No, lo que vi en Haití es gente que ya perdió la motivación de vivir con dignidad (i.e., vivir entre la basura, comer y asearse con aguas usadas, hacer muchas de sus necesidades fisiológicas en público o casi público con un mínimo de higiene). Las condiciones de vida fuerzan a la gente a asumir conductas poco higiénicas, es cierto. Pero no lo hacen porque quieren, lo hacen porque no hay las condiciones para hacerlo diferente (i.e., no hay un buen sistema de recogido de basura, no hay suficiente agua potable para todos, no hay sistema de desagüe o suficientes baños públicos o privados, escasea el papel higiénico y el jabón). Lo que vi solo lo puedo explicar cómo una conducta aprendida de la desesperanza. A mi parecer, la mayoría de los haitianos perdieron la esperanza de poder construir un mundo mejor.
La identidad de víctima. Cuando la gente y los pueblos son expuestos a múltiples y constantes experiencias de violencia, ya sea personal o institucional, una de las respuestas humanas más comunes es el desarrollo de una identidad de víctima. Ese sentimiento de víctima es muchas veces el motor de muchas de las motivaciones y conductas observables de los sobrevivientes. Lo hemos visto a través de nuestra historia reciente (.e., en muchos judíos que fueron víctimas del holocausto (Víctor Frankel, 2008; en sobrevivientes de la guerra de Vietnam, en sobrevivientes de torturas, sobrevivientes de desastres naturales, etc.). En el caso de Haití la comunidad internacional ha acudido al llamado de ayuda, a la situación de pobreza del país (que es además un tipo de violencia institucional) desde mucho antes del terremoto de 2010. Como consecuencia del terremoto la ayuda internacional probablemente se duplicó (y es que a fin de cuentas mucho de la devastación se debe precisamente a la situación de pobreza que ha caracterizado al país). ¿Por qué, entonces con toda la ayuda recibida, no se ve una mejoría significativa en Haití? Porque la ayuda es eso, una ayuda. Para que la “ayuda” sea efectiva se necesita de un receptor activo en su recuperación, decidido y lleno de energía, con un objetivo claro de hacia dónde quiere encaminarse, y capaz de hacerlo de forma honesta. La corrupción, al igual que en otros países latinoamericanos es rampante, y probablemente uno de los principales problemas del país. Pero si a eso le añadimos, el sentimiento de víctima que caracteriza a muchos haitianos, la combinación es letal. Basta pasearse por las calles de Puerto Príncipe y constatar que la mayoría de las calles todavía, tres años después del terremoto, están llenas de escombros y de basura. ¿Cómo es posible que los haitianos comunes todavía estén esperando que la comunidad internacional le recoja las calles? Eso se explica, en parte, cuando muchas veces la “ayuda” enseña a la gente a esperar que otro ente le resuelva su situación. Ese otro ente o instancia debe resolverlo porque en ocasiones los sobrevivientes entienden que merecen ser tratados de forma especial por ser las víctimas de la situación en que se encuentran. Muchas veces se confunde el concepto “ayuda”, con el de responsabilidad y se entiende que las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales deben resolver el problema, sin necesariamente la presencia del rol activo del sobreviviente. Ese estadio de “víctima” no permite a las personas verse como constructores de las soluciones, porque al fin de cuentas no se ven como responsables (porque en muchas ocasiones no lo son verdaderamente) de las causas. En muchas ocasiones la “ayuda” se convierte en parte del problema porque no le permite a la gente empoderarse de sus destinos.
Locus de control externo y las prácticas de vudú. Locus de control (Rotter 1982) es el lugar donde nosotros localizamos el control de nuestras conductas. El locus de control interno se refiere a que la explicación de nuestras acciones está localizada internamente, en nosotros mismos. El locus de control externo se refiere a que la causa de nuestros actos se encuentra en el exterior, fuera de nosotros mismos y de nuestro control La causa de la conducta está completamente fuera de nuestro control. Este locus de control externo hace que las personas concentren toda la energía en modular el ambiente externo, porque a fin de cuentas es ahí donde reside la causa de la conducta. En Haití, entre el 80 y 90% de la población tiene unas fuertes creencias en el vudú, religión con raíces africanas (http://www.iustitiae.tomas-moro.org/opinion/articulos-de-opinion/entradasintitulo). En la mayoría de las ocasiones, las prácticas del vudú hacen pensar a las personas que los espíritus y las fuerzas sobrenaturales son las responsables de las acciones terrenales tanto del pasado, del presente y del futuro. Estas prácticas, a mi entender, refuerzan en las personas a tener un alto nivel de locus de control externo. Cuando la mayoría de las personas de una comunidad tienen estas creencias tan arraigadas es un llamado a la inacción individual o comunitaria. Es así que muchas personas ante la situación de crisis, pudieran preferir buscar ayuda de un “loas” para que les consiga un trabajo a través de los espíritus que tratar de conseguirlo por los propios méritos.
Estos asuntos previamente descritos, en una sociedad del primer mundo (o de un segundo) no tendrían grandes consecuencias, particularmente si se dan de forma inconexa y divorciada la una con la otra. El problema que veo, y que agrava la situación, es que todos estos fenómenos se dan de forma simultánea y conexa. Es el locus de control externo junto a la desesperanza aprendida, unido al sentimiento de víctima y al efecto de la historia que les ha tocado vivir a los haitianos lo que hace que los problemas se perpetúen, y se conviertan en algo inmanejable y con muy pocas esperanzas de arreglarse.
Ahora, finalmente entiendo porque los haitianos quieren salir de Haití e irse a vivir a la República Dominicana o a cualquier otro lado. Sin embargo, pienso que es responsabilidad de todos a nivel nacional e internacional ayudar a Haití. La República Dominicana no ha enviado millones de dólares en ayudas, como lo han hecho otros países, pero sí ha recibido (no necesariamente con los brazos abiertos, con sus beneficios y supuestos inconvenientes) 1 millón de los 10 millones de haitianos. La República Dominicana debe continuar solidarizándose con el vecino país y hacer todo lo posible por tratar a esta población de inmigrantes con la dignidad que todos nos merecemos. Pero la comunidad internacional debe hacer su parte para empoderar a la población Haitiana y asumir el rol de ayudante (versus el rol de responsables), y sentarse a reflexionar con seriedad sobre la viabilidad del estado Haitiano. Un estado que yo considero fallido en más de un factor. La inmigración a la República Dominicana de los restantes 9 millones de haitianos no es posible, ni debe pensarse como solución al problema haitiano. Pero tampoco es posible una vida mejor para esos 9 millones de habitantes en las condiciones actuales. La comunidad internacional junto a los haitianos deben encarar la situación con seriedad, honestidad, sinceridad y tener una dialogo conducente a la acción sobre un futuro real socio, económico y político en el vecino país.
La ayuda internacional no es ni será suficiente a menos que paralelamente se atiendan los otros problemas de índole social que aquejan ese país. A veces pienso si no sería más costo-efectivo que todos los países que ahora proveen ayuda a Haití recibieran un porciento de Haitianos en sus países para encargarse de ellos (i.e., proveerles trabajo, educación, etc., es decir proveerles los derechos y deberes como cualquier ciudadano del país receptor) mientras se reconstruye el país y se piensa sobre la viabilidad de continuar o empezar un nuevo proyecto haitiano. Podríamos inclusive diseñar una tabla del porciento de Haitianos que se le asignaría a cada país de acuerdo a la extensión de territorio y recursos disponibles y les daríamos a escoger a los Haitianos que quieren salir del país a donde prefieren ir de la lista de países voluntarios (exoneraríamos a la República Dominicana de esta repartición, dado que ya ha absorbido el 10% de la población haitiana y ¡también le exigiríamos al estado dominicano que los trate con iguales derechos y deberes que a los suyos!). Tal como he visto la situación, sinceramente, el futuro a corto, mediano y largo plazo no me parece muy alentador. Pero bueno, como optimista empedernida que soy, rehúso pensar que nos vamos a quedar de brazos cruzados ante tal desolación.