Como cada año, tanto en navidad como en año nuevo, suelo escoger un hecho de la vida real que nos inspire algún halo de esperanza y nos otorgue una bocanada de aire fresco ante la debacle que la sociedad ha ido experimentado en su sistema de valores.

La experiencia que me tocó vivir, junto a mi amigo Marino Tejeda, simplemente la defino como una lección de dignidad y paso a contarles.

Marino y yo solemos almorzar en un Restaurante vegetariano que está próximo a nuestro trabajo y siempre. En las afueras del lugar siempre hay un señor con apariencia de mendigo, vestido de harapos y que suele vender algunos artículos.

Vestía un traperío sin gusto ni criterio, una chaqueta que le llegaba a la cintura, unos pantalones anchos aparentando que «el muerto era más grande», una camisa donde entrarían tres cuellos holgadamente, unos zapatos como desgastados por el uso y no escapaba a los olores del esfuerzo o de las suciedades del día a día.

La cuestión es que entendimos que era pobre con todo el peso y el rigor de la palabra y no quiero adornar el escrito sustituyendo el concepto y decir que era “humilde” buscando evadir la dureza de la expresión y de la realidad.

No me trago el cuento, no creo en esa vaina y argumentos pendejos de suavizar las palabras. Llamarles humildes es intentar suavizar la realidad triste y cruda de la denuncia que encierra el concepto en sí mismo, es querer tapar los huecos de una esperanza agujereada como resultado de poca justicia distributiva.

Aunque para mí ser pobre no es sinónimo de humildad ni viceversa, este señor conjugaba en sí mismo las dos cosas: era empobrecido y a la vez humilde y le agrego una tercera cualidad: dignidad, y paso a contarles.

El señor, como para palear la vida, suele vender artículos a las afueras del lugar. Siempre lo vemos ofrecer con entusiasmo la variedad de cosas que ofrece. Ese día, cuando salimos de almorzar, mi amigo decide comprarle un pegamento que costaba 25 pesos.

Él le dice que le compre dos para que lo ayude, pero mi amigo le dice que solamente quiere uno, sin embargo le pagó los 25 pesos y luego saca de su bolsillo 20 pesos y se lo da al señor. Y aquí viene la lección. El señor le dice que para ser justo que busque 5 pesos, complete los 25 para darle un segundo pegamento, mi amigo le dice que solo quiere uno y que esos 20 pesos se los estaba regalando, pero el señor le dice que no, que quiere ser justo y que no desea que le regalen dinero.

Yo saqué cinco pesos para completar los 25 y él nos dio el otro pegamento. Cuando nos íbamos el señor nos dijo "no caigan en eso hay gente que se dedica a pedir por no trabajar, no quiero nada que no me gane justamente”.

Este señor cada día suda su angustia desde la misma esquina asumida para ofrecer sus servicios. Cuando se vive solamente en un paisaje de ruinas se te

nubla el optimismo, pero en él es lo de menos. Cuando eres invisibilizado por la pobreza llega un día en que te ven porque tu grito desafía la inercia de la indiferencia. Hasta ese día las únicas palabras que habíamos escuchado eran los artículos que ofrecía, pero el día en que lo escuchamos nos enseñó algo que no se olvida jamás: el valor de la dignidad.