Cuando cumplí quince años mi madre me hizo el regalo que toda jovencita de mi generación anhelaba: me alisó el pelo.
Recuerdo que ella insistía en que solo estaba texturizándolo y yo misma terminé defendiendo el término con mis amiguitas del colegio, como si texturizar y alizar el pelo no terminaran en el mismo resultado. Lo cierto es que sea con el Revlon color azul o negro, con TBC, o el más cruel de todos, BPT, todas las cremas alizadoras hacían lo mismo, eliminar la onda del pelo rizo hasta convertirla en una gran mata de pelo lacio.
Cuando llovía el pelo se me engrifaba de una forma que parecía, lo que llamo, una gallina matada a escobazos. El proceso de alisado incluía vinagre, como neutralizante, y ya se imaginarán ustedes lo que es una crema quemante, aplicada a casi nada de distancia del cuero cabelludo que posteriormente sería bañado con vinagre. ¡Horrible! Pero claro, esa “mala cata” había que matarla sea como sea.
Ya de adulta, un predicamento casi similar se replicaba semana tras semana con la visita al salón de belleza, con ese calor infernal que mantenía “a raya” una naturaleza brava que insistía, a toda costa, en hacerse notar. Recuerdo con especial desprecio al cepillito chiquito que se usaba –y se usa– para aplacar la orilla de cabello en la frente.
Por suerte, entre asuntos de presupuesto y otras bellezas de la vida, me harté de todo eso y empecé un camino que hasta ahora no deja de darme sorpresas. El reto de asumir mi pelo, aunque parezca sencillo, ha significado mucho más que dejar de ir al salón de belleza semanalmente o de alisarme cada seis meses. Primero, tuve que durar semanas soltando esa madeja salvaje de vida rizada y castaña oscura solamente en la casa. ¡No me reconocía! Había estado agazapada bajo un pelo lacio y toda mi obviedad como mujer y persona, terminó siendo la nada misma mientras tuve el pelo “bueno”. Necesité mirarme muchas veces, ¡varias veces!, al espejo para hallarme y gustarme.
Yo era, obviamente, una mujer alegre, relajada, fuerte, obstinada, necia, como mis rizos. Hablaba sin parar, como mis rizos. Sin darme cuenta, terminé reconciliándome con mis herencias negras, y resultó ser un proceso que abordé con orgullo, pero sobre todo con placer. Y esa parece ser una de las tantas razones de que una hermosa cabellera rizada moleste tanto, a tantos. Toda forma de placer honesto y orgulloso es censurada a las mujeres, en forma tan sutiles como castrantes. Podría dar muchos ejemplos de ello, pero sería otro artículo.
Cuando camino por la calle y me encuentro con una mujer que lleva su pelo natural, nos miramos y sonreimos. Hay una complicidad implícita entre las mujeres que han decidido llevar el pelo crespo, ensortijado, rizado, al natural; y es que, sin haberlo planeado, nos volvimos un colectivo. Terminamos unidas sin habernos propuesto formar frente alguno, pues muchas de nosotras pasamos el mismo predicamento y, en escenarios distintos, en circunstancias diversas, vivimos algún tipo de resistencia por parte del entorno.
Ha habido insultos, rechazo, menosprecio; hemos sido etiquetadas. Pero también recibimos miradas de aprobación, halagos y aprecio.
No ha sido fácil. Cuando una mujer decide salirse de cualquier forma de norma, suele ser mucho para sociedades como la nuestra. He hallado mucha resistencia en gente que amo y quiero, igual en gente cuya opinión me importa un pepino. Para unos, mi pelo es desordenado, caótico, anárquico, amorfo, poco profesional, luce falto de higiene. Otros opinan que se trata de una etapa y esperan, con ansias, que salga de ella pronto. Algunos se atreven, incluso, a sugerir que soy una acomplejada que vende la imagen de revolucionaria rancia bajo la excusa de una melena alborotada.
En definitiva hay opiniones muy diversas y algunas de ellas están basadas en la idea equivocada de que lo negro es feo y que por tanto hay que disimularlo tanto como sea posible.
Hoy por hoy, directores de colegios sugieren a las madres “que peinen” y “domen” el pelo de sus niñas; tildan de “moda de tígueras y locas” la tendencia de llevar el pelo natural, o “invitan” a sus estudiantes mujeres a salir de clases y a no regresar hasta tanto “no se peinen”. Conozco chicas que trabajan en instituciones bancarias y me dicen: –Me encanta tu pelo; a mi se me pone así, pero no nos permiten venir al banco con el pelo rizo suelto–. Todo porque fuimos conquistados por una cultura en la que el negro era un ser sub-humano, algo entre los animales y los seres humanos. ¿Se imagina semejante pensamiento como cierto?
Pues es justo así, porque la España que nos descubrió ese 1492 provenía de una Europa que concebía a los negros de esta forma. Imagine todo el daño que puede hacer un pensamiento tan equivocado instalado por siglos en la psique colectiva de miles de generaciones.
Sea que se planeó o no, una lucha social ha dado inicio y, aunque el cambio de paradigma es complicado, difícil y toma tiempo, pienso que el proceso es muy positivo y que mejores tiempos están a la vuelta.