Esta semana completo la lectura (para mis alumnos) y mi relectura de la admirada novela de Bernhard Schlink (Alemania, 1944) intitulada El Lector (en alemán Der Vorleser: el lector en voz alta; publicada en 1995). He leído la traducción de Joan Parras Contreras para Anagrama. La obra tiene una adaptación al cine con Kate Winslet en el papel de Hanna y a quien admiro más por la serie de TV «Mare of Easttown» (2021) que por el Titanic (1997).

Bernhard Schlink es jurista y docente; antes de esta publicación había publicado varias novelas de corte policiaco. Fuera de los lectores alemanes era prácticamente un desconocido. Su sello a la fama le viene con la traducción a más de 30 idiomas de El Lector. Obra que estuvo llamada a ser exitosa tanto por el tema y la forma en que lo trabaja. Contrario a otras obras recientes de notable éxito, esta última me parece bien lograda porque, he aquí la labor del escritor, esconde concienzudamente el artificio. A mi juicio, la debilidad mayor que encuentro en muchos bestseller actuales es que parecen obras sacadas de un taller de escritura.

Para aquel que tenga un mínimo de conocimiento sobre técnicas narrativas o estrategias de construcción de un relato, en muchas de las novelas actuales ve emplearlas una tras otra enlazando una pobre historia de amor o un crimen sin motivos. Se tiene la sensación de que hay una fórmula para el éxito de la novela en los países de gran consumo de la literatura. En mi relectura de esta obra, me deja con ese sabor ambiguo de que obedece a un conocimiento del lector de hoy, lo que espera, y a una fabulación que por rato toma aire de genialidad.

La novela de Schlink se lee a través de capítulos cortos pensados para el lector que viaja en tren día a día o que lee antes de dormir. Las tres partes en que se divide la obra contienen una cantidad excesiva de capítulos. El lector de hoy no soporta aquellos capítulos largos, con las abundantes disgresiones ni la complejidad psicológica de los personajes del naturalismo o el realismo. En este punto se asemeja a Patria de Fernando Aramburu o a cualquiera de las obras de Jöel Dicker.

La novela inicia dándole vueltas a un tabú sexual presente en la literatura: la relación amorosa entre un adulto y un adolescente. En este caso se trata de una mujer adulta y un joven imberbe y frágil que descubre el amor a cambio de lectura de algunos clásicos. El narrador intradiegético que examina el pasado se torna la voz autorizada para desvelar el inicio de una relación prohibida sin que se sienta culpable de ella, pero a la que atribuye los futuros fracasos sentimentales. Aquí es cuando el lector desatento mezcla narrador intradiegético y autor; peor aún si añade como interés morboso la pretendida experiencia autobiográfica que espera en todo libro. Esta primera parte la he abordado como una novela de formación, un bildungsroman, para seguir con el alemán.

La segunda parte constituye el centro de la novela, aquí muestra el conflicto importante: la revisión del pasado por la generación siguiente al exterminio judío. Es la visión de los hijos y sobrinos de quienes participaron en la política nazi; la búsqueda de la responsabilidad individual de quienes, como una pieza más de una ideología y de una política, cometieron crímenes contra la humanidad. Aquí se descubre la otra Hanna, quien se hunde cada vez más a causa del orgullo. Todo mirado desde la perspectiva y los límites del ahora estudiante de derecho que participa, como espectador, del juicio a las antiguas guardianas nazi y del experimentado jurista que elabora la historia contada.

Si en la segunda parte tenemos a un joven estudiante que se debate entre la condena y la comprensión; en la tercera parte tenemos al adulto que se siente culpable por haber vivido, tal vez, lo más interesante que tuvo en la vida; pero que no se siente a gusto con el precio que tuvo que pagar: el embotamiento sentimental.

La novela se convierte así en una novela de tesis sobre el impacto del pasado en el presente.