En la semana que transcurre, la Tierra alcanzó el hito kilométrico número 93,000,000,000. Es decir, completó una nueva revolución, hecho que en verdad pasa a diario. Según la Astrofísica, aproximadamente cada 365,25 días, el planeta regresa a un mismo punto respecto de su posición frente al Sol. El movimiento de traslación es un fenómeno continuo y por eso hay personas a quienes la celebración de fin de año no les dice nada.

No es mi caso. Creo que el planeta nos cuenta una historia que debemos oír con más atención. A partir de una antigua convención social llamada Calendario Gregoriano, elegimos situar días y meses para comprender lo que ocurre en la roca en que andamos montados viajando por el Universo. Eso no fue poético, fue un desarrollo práctico de la Era del Renacimiento para organizar las actividades del desarrollo humano.

De acuerdo con ese calendario aún vigente, estamos en el mes de enero. Somos seres sociales, según nos recuerda Pepe Mujica en un documental transmitido por Netflix. En ese orden, nos damos la oportunidad colectiva de prometernos posibles nuevos comienzos. Declaramos o renovamos metas personales, profesionales, estatales y hasta globales. Estar vivos para presenciar una vez más, que trescientos sesenta y cinco rotaciones después, nos acercan otra vez a un mismo punto juntos, aunque no siempre actuemos unidos, provoca en la humanidad unas alegres veinticuatro horas de gratitud y regocijo continuos. 

Hay quien es ajeno a esa emoción, pues entiende que el tiempo no tiene principio ni fin y no tengo criterios racionales para disputarlo. Pero no todo sobre nosotros es razón, somos además espíritu. Lo opino, si me es permitido, desde la trova poética más que en sentido religioso, pues carezco de tal autoridad.

Detentamos la herencia juglar de la que somos causahabientes. Un gran cuento que llamamos la Historia nos pertenece. En el caso de los movimientos de la Tierra, resulta oportuno escuchar la poesía juglaresca que cantan sus estaciones, que no las inventó el Calendario Gregoriano ni ningún otro relato de la Historia de las Civilizaciones. Es un cuento más antiguo, contado por el propio planeta, en sus capítulos más recientes, a gritos.

Como escribí a Miguel D. Mena hace unos meses, en un carta que llamé Cuentos de Rotación y Traslación, http://www.cielonaranja.com/angelicanoboa1.htm el dominicano vive del cuento. Pero no fue hasta esta semana que recordé de dónde, en el caso propio, provenía esa inclinación a la trova que trato de explicar en una misiva a mi apreciado amigo.

Aunque se esté sobre la superficie de una isla caliente del Caribe, es posible sentir el abrazo sutil de un cambio que acaricia la piel con otra temperatura cada ciertos meses. El heliocentrismo está científicamente comprobado, pero no podemos salir a contemplarlo desde un punto externo. Tampoco podemos observar hacía donde nos lleva el Sol. A pesar de eso, sentimos los movimientos del planeta dentro de nosotros, y no me refiero a un sentimiento espiritual. La maravilla de la Creación, es que esa sensación es física. La sangre circulante bajo la epidermis, que nos permite seguir vivos, es tocada por ese fenómeno externo e invisible a la vista humana.

No puedo ni quiero ser insensible a ese toque estacionario del globo, que intenta decirnos algo. Puedo concurrir en que la vida hay que agradecerla cada día, pero saludo y participo cada año en la celebración mundial. Esta quedó convenida un día en que es invierno en el Norte y verano en el Sur a través de su bula papal Inter Gravissimas (1582). Las reuniones de gratitud, tregua y reflexión siempre son felices, más aún en un mundo repleto de toda suerte de divisiones.

La noche entre el martes y el miércoles pasado, en que la Tierra cruzó por donde el Calendario Gregoriano pauta un nuevo mes y año, me sorprendió en una hermosa meditación personal. No lo había reflexionado antes, pero dentro de cuatro años, en 2024, si todavía ando por su superficie, cuando el evento se repita, estaré llegando a mis cien años de vivencias. 

Mis padres, nacidos ambos en la década de veinte del pasado siglo, tuvieron la virtud, abundante entre los miembros de su generación, de hacer de sus experiencias personales dos cosas a la vez. Por un lado, una entretenida trova; y por el otro, la materia prima fundamental para la educación de sus hijos. Será por eso que me agrada sentarme a escuchar los ecos de la historia que cuenta la Tierra de sí, por las huellas de su acostumbrada promenade a través del Astro Rey.

Las vivencias son los sucesos o hechos que experimenta una persona y definen su personalidad. La crianza previa a la Cuarta Revolución Industrial o Era del Conocimiento, tenía como principal insumo de la línea de producción de descendientes, el testimonio de aquello que había formado a estos hombres y mujeres. Los progenitores eran profusos narradores de conocimiento, o como se dice en el mundo industrial, del know how.

Mis padres vieron llegar al polvoriento pueblito de Neiba, donde siendo muchachos se conocieron, los primeros modelos T-Ford o como les decía mi mamá, los fotingos. Era un viaje que le tomaba largas horas a aquellos vehículos emblemáticos fabricados por Henry Ford. Los veían arribar al lejano pueblo fronterizo desde la capital, trayendo los diarios de días anteriores y regresando con los bienes agrícolas de la zona a Santo Domingo.

Ambos, primero mi papá y luego, hace menos mi mamá, dejaron de dar pisadas sobre sobre la Tierra, cuando la humanidad comenzaba a movilizar la logística de los bienes de producción y consumo, así como los servicios, a través de invisibles autopistas de información. También, cuando empezaba un fatídico proceso acelerado de calentamiento global. El silencio de los primeros, quedó reemplazado por un planeta enojado, que empezó a contar sus estaciones como una tempestad shakesperiana. A mi generación le tocó el capítulo de un giro dramático de la Historia y debía aprender a contarlo con nuevos soportes, distintos al provisto por el ingenioso renacentista Johannes Gutenberg.

Las figuras que dirigían los hogares del ayer, previo al cambio tecnológico reciente, eran dueños de un talento natural para la trova, heredado por siglos de generaciones previas. La historia que me educó, es decir, la de una niña nacida en 1929 en Barranquilla, Colombia, hija de un puertorriqueño y una dominicana; y la del muchacho registrado en un acta de estado civil de 1924, en el gobierno de Horacio Vásquez, venía cargada de una valiosa mercancía. Sus experiencias personales, eran y todavía son, insumos esenciales para enfrentar lo que me ha tocado; siendo la tarea más importante entre esas, educar a mis propios hijos.

Hasta hace pocos años, la casa solariega en cada familia era una andanza juglar por el tiempo en que nuestros padres fueron niños, muchachos y jóvenes adultos. La escuela,  la radio, la televisión y el cine, nos servían como complemento cultural. Ellos eran los caballeros y damiselas andantes protagonistas. Ambular por la breve historia del mundo en que se desarrollaron, era relatoría fundamental y atractiva a los hijos. Por eso, cuando el reloj marcó las doce de la noche, me sobrecogió una bella idea antes no pensada. 

Con el año solar gregoriano 2020 que empezaron todos los relojes de la Tierra a marcar, me sentí en los zapatos de Benjamín Button. Esto así, porque si vivo hasta el 3 de enero de 2024, día en que nació el mayor de mis padres, celebraré mis cien años de vivencia, porque aunque tengo muchos menos de existencia, he vivido a partir de los cantares de gesta que nacieron ese día.

Los padres de hoy apoyamos el desarrollo de la personalidad de nuestros hijos, en un mundo más abstracto y menos propio, en el que acaso nuestras experiencias de los días de la Guerra Fría en que crecimos, no resultan tan atractivas y aparentemente útiles a nuestros milenios y posmilénicos jóvenes, como los cantares de nuestros padres. El juglar que llevamos dentro, queriendo retomar el relato heredado, a cambio de su atención, ha competido con la historia que nace cada día. Está a la mano de nuestros hijos, que leen en pequeños dispositivos escritos en soportes digitales, la transformación cultural de la humanidad. Ahí convergen radio, televisión, cine, lectura y más. Muchas veces me sentí como un Mio Cid que clama en el desierto de la atención de mis hijos. Esta semana acepté algo mejor, dando fin a mi predicamento.

Me complace reconocer que ya no soy la juglar de mi casa, son mis hijos. Tomando a Elena Garro una expresión prestada, son ellos quienes me cuentan la historia del porvenir. Me di cuenta que pasé la antorcha de la trova de abuelo a nieto hace pocos días y acepto tranquila el salto generacional. Cada año, hago un video familiar con fotos del calendario que termina (2019). Como escribí en el mensaje al pie del video, ver aunadas imágenes de rincones de planeta que tuve la fortuna de visitar en 2019, junto a los momentos con mis seres queridos, elegí darle la razón (que al principio negué) a Greta Thumberg por su enojo. No estamos sentándonos a escuchar con oído agudo, el relato triste que nos cuenta el planeta. Pero ahora, me guía una nueva trova.

La primera de mis trovadores, es mi hija Andrea la mayor en casa. Desde la adolescencia tuvo inclinación por el mundo de la moda. Aunque la elección por la vocación se respeta, confieso que temía que ese oficio la alejara de cuestiones fundamentales. Resultó ser lo contrario. Es promotora del slow fashion (Mensaje); esto es, estilo de consumo de modas, que además de apoyar al planeta, reacciona contra las condiciones infra-laborales que imperan en ciertas marcas y afectan a largas poblaciones de Asia y otros puntos del mundo sub-desarrollado. Su microempresa Antemar, tiene como posicionamiento, la moda sustentable. Su canción de cruzada, me explica que las mujeres con capacidad de compra, somos entes altamente contaminadores e intento modificarlo.

Por su parte, mi hijo Simón quien recién termina una carrera nueva, me enseña como entender esta nueva trova rica de su generación. En mayo, se titulará licenciado en Diseño Multimedia (Canal). Días atrás, terminaba sus proyectos lectivos finales y como ha visto que escribo para la prensa, me pidió que le revisara el trabajo práctico final, para ver si el mensaje era comprensible. Mis aportes fueron pequeños y gramaticales. A cambio, el aporte que recibí del contenido escrito por Simón fue inmenso. El trabajo encomendado por la Universidad Anáhuac se titula El diseñador tecnológico y la identidad del diseño multimedia, me contó una historia fascinante. Explica la identidad del diseñador multimedia, la elusión que debe procurar ese profesional para no quedarse atrapado en la burbuja de un diseñador tecnológico, que por error, se convierte en una zona de confort.

Concluye, entre otros aspectos, que la identidad del diseñador multimedia debe cumplir un fin objetivo: Si bien el dominio de la tecnología y las destrezas para el diseño son partes de sus competencias y habilidades, el diseñador multimedia, debe ser capaz de representar variados conceptos a través de diferentes formas de comunicación. Esto le obliga a realizar para cada proyecto a su cargo, una labor de investigación y el razonamiento de las decisiones para comunicar a través de los nuevos conceptos del diseño. Por cierto, el breve mensaje de Andrea antes copiado, es una colaboración de Simón a su microempresa.

Es preciso mencionar que la Universidad Anáhuac, es exigente con la ética de los futuros licenciados en diseño multimedia. Les enseñan a no proyectos académicos que los hagan lucir especies de estrellas de la tecnología y el diseño sin más. A tales efectos, Simón explica en el breve ensayo, que en el diseño multimedia existe un liderazgo definido respecto del modo en que se debe atender la gran demanda de contenido digital en la nueva economía. Se impone perfeccionar la identidad del diseñador, la definición efectiva de elementos de comunicación y derivar enfoques prácticos, de interés y uso de la comunidad de usuarios y clientes.

Al igual que mi papá, nacido un 3 de enero, como un regalo poético del universo, mi hijo, también vino al mundo cuando el planeta se acerca al perihelio. Nació un 2 de enero. Que los dos trovadores, el abuelo y el nieto, que no se conocieron, vinieran a este mundo en las horas en que la Tierra saluda la convención gregoriana, se me antoja una rima poética, tan melódica, como las vueltas de nuestro planeta alrededor del Sol.

Con la llegada de la década del veinte, he elegido pasear la vida en un nuevo modelo de fotingo como en las narraciones de Scott Fitzgerald. Lo conducen mis hijos. A ellos que se  turnen el timón narrativo y en su renovado pensamiento, nos pasean por su nueva trova. Yo me sentaré cómoda junto a mi Gatsby, en el asiento trasero, mas estribada que Daisy Buchanan, con mi perrita Sophia en los brazos. Confío en mis conductores. En el trayecto, discutiremos como cantarle canciones a la Tierra, que le permitan alcanzar felices kiloaños.

¡Felices 23 Simón! ¡Feliz 2020 a todos!