Me dirigí bien temprano al trabajo y, cuando entraba al edificio de la Av. Venecia # 04 donde trabajaba, me asombró encontrarme con Gabriel García Márquez. El brusco encuentro me dejó un poco turulato. Gabo entonces me extendió su mano y, estrechando la mía calurosamente, sonrió. Yo, trémulo de emoción le dije: “Uff, que honor el mío, ¡recibir un saludo tan afectuoso de un Nobel de literatura!”
El edificio donde ocurrió el encuentro está pintado de amarillo canario y se levanta en tres niveles, formando una estructura de blocks y cemento en forma de herradura de caballo. Los largos pasillos en las tres plantas también funcionan como galería, lo cual prueba que el arquitecto mató dos pájaro de un sólo tiro. En el segundo piso está la oficina donde me dirigía, pero nunca llegué a mi destino. Gabo estaba de pies en el balcón del apartamento del primer nivel, al fondo del inmueble.
Pues yo sentía el calor de la mano de este gigante del siglo xx y no quería soltarla. Él, todavía con la sonrisa iluminando su rostro, me invitó a un café. A seguidas me confesó que estaba pasando unas vacaciones en el Caribe y, entre otras cosas, la aprovechaba para visitar a sus amigos.
Tomarse un cafecito con García Márquez es una oportunidad que no ocurre todos los días.
A poco rato, sin embargo, la conversación fue trabada por tres jóvenes, quienes venían cargados con trípodes, cámaras fotográficas y de video. Gabo al verlos se levantó de golpe de su asiento y los recibió con amabilidad. Luego se sentó detrás de un escritorio hecho de madera de roble centenario, ubicado al extremo izquierdo de la sala. Los libros apilados sobre el escritorio versaban sobre conservación del medio ambiente, reforestación y desarrollo local, y ninguno de literatura. Los jóvenes se acercaron a Gabo y empezó lo que parecía una sesión de trabajo. Entonces me sentí fuera de lugar.
Noto que Gabo nota mi turbación. Y antes de que me dispusiera a salir: “Miguel, vamos a firmar un corto para una campaña de reforestación en la Cordillera Septentrional”, me dijo. “Sería bueno que te quedes, pues tus opiniones serían de mucha ayuda”.
Yo pensé: “esta vaina es demasiado grande para ser verdad”. Así que tomé mi teléfono móvil, marque el número de la oficina y les conté a mis compañeros lo que estaba pasando. El director de la ONG, mi jefe, bajó y pidió permiso para ver con sus propios ojos a García Márquez, y no dejar que le cuenten.
El rodaje empezó sin más dilación. Entre filmaciones, fotografías y recesos, Gabo se me acercaba y me ofrecía explicaciones sobre el objetivo y alcance de la iniciativa. Mi jefe, entonces, intentó robarse los 15 minutos de fama de que habló el célebre artista visual Andy Warhol, y dijo: “Tienes que tener mucho cuidado — advertía a García Márquez–, porque hay demasiados estafadores disfrazados de promotores del desarrollo y defensores del ambiente.”
Gabo comprendió la intención. “Usted no se preocupe, que aquí no hay nómina, ni compras ni mucho menos presupuesto”, le contestó.
Y dirigiéndose al equipo de colaboradores y a mí: “Vamos a iniciar los trabajos por este tramo. De tal manera que el impacto positivo sea irreversible y facilite continuar avanzando. En poco tiempo estaremos en el tramo correspondiente a Haití.”
Mi jefe, con gesto compungido como el de un cordero huérfano, se retiró a un lado de la sala y se sentó en un taburete de colcha negra. Yo me quedé congelado sufriendo vergüenza ajena, mientras el Nobel me sonreía, al tiempo que me guiñaba un ojo.
De pronto escuché los rugidos de un viento que soplaba con furia. Los árboles del patio eran sacudidos sin compasión. Las ramas de la mata de guayaba, por ejemplo, situada en la esquina suroeste de la casa, golpeaban sin piedad el techo de zinc. La lluvia caía a goterones que sonaban como pedradas. Entonces se escuchó, en medio de la noche, el lamento de un vecino que decía:
— “Ya pasó la tormenta Érika y no trajo agua suficiente para vencer la sequía”.