A pesar de ser un tema dominante en el discurso político local, la corrupción carece de la penetración social suficiente como para generar crédito electoral a las fuerzas y líderes que hacen de la lucha contra el peculado el leit motiv de su ejercicio público. Lastimosamente, salvo momentos muy puntuales, el enriquecimiento ilícito a costa del erario está fuera de la lista de prioridades de los dominicanos a la hora de decidir su voto.
En países de la región, por no hablar de Estados Unidos o Europa, una sospecha más o menos fundamentada de corrupción le cuesta la carrera política hasta al más encumbrado líder. Basta recordar que, por ejemplo, en México el joven candidato presidencial del Partido Acción Nacional, Ricardo Anaya, en el momento en que empezaba a convertirse en un fenómeno capaz de derribar a López Obrador, no resistió un llamado a interrogatorio por un caso de lavado de dinero en el que se vio un envuelto un allegado suyo. Aunque luego se demostró que las sospechas carecían de fundamento, el apoyo popular que empezaba a concitar se friso de tal manera que le impidió levantar cabeza.
En la República Dominicana las cosas son distintas. La gente percibe y ataca la corrupción, pero rehúsa darle un apoyo militante al combate contra ella. Para explicar este raro fenómeno sociológico podemos acudir al argumento fácil de echar la culpa al clientelismo de una sociedad anestesiada por los subsidios estatales, los oficiales como la tarjeta Solidaridad o los oficiosos como las botellas, no obstante la cuestión es más profunda, el quid del asunto puede estar en otra parte.
En resumidas cuentas, se trata de empezar a hacerle ver a la gente que, más allá de la fortuna mal habida del corrupto, la corrupción hace daño porque nos lastima a todos
Personalmente, considero que el problema esencial radica en que los políticos que hacen de la moralidad el eje de su discurso no combaten a la corrupción, sino a los corruptos. Puede parecer un juego semántico, sin embargo no lo es. Señalar al corrupto es una tarea encomiable, pero inútil si no pone en la mira la corrupción como cultura y al sistema que la sustenta para desmontarlo y crear las bases de una sociedad apegada al respeto por lo público.
De esa fascinación por evidenciar a quien roba, ignorando olímpicamente como lo hace, se derivan otras fallas en el combate a la corrupción entre las que se cuentan que no hemos sabido transmitirle a la gente que cada vez que un funcionario y un empresario se coaligan para enriquecerse a costa del Estado, están sacando dinero de nuestros bolsillos, nos están quitando no solo educación y salud para nuestros hijos, sino una porción de nuestra comida diaria.
Enfocar la corrupción como sistema, en vez de darle rienda suelta al morbo por enterarse de cuantas propiedades o vehículos de lujo tiene el corrupto preferido del momento, aportaría grandemente a contener cuando menos este flagelo que nos cuesta en promedio 30 de cada 100 pesos que producimos al año.
En materia de combate a la corrupción no todo es densa oscuridad, ciertamente, el Estado dominicano de hoy ha avanzado enormemente en términos de transparencia, lo cual obliga al corrupto y al corruptor a sofisticar sus métodos. El hecho de que casi todas las transacciones públicas están a la vista de todos, que la licitación sea la regla y no la excepción o que las nóminas de todas las instituciones estén colgadas en la web son factores positivos, aunque se corre el riesgo de que pueda prestarse a chantajes y extorsiones a través de la manipulación mediática (un subproducto de la corrupción que puede ser materia de otro análisis).
Ahora bien, las políticas de transparencia son insuficientes, pura cosmética, si no se acompañan de otros elementos que las conviertan en muros de contención a la corrupción. Por ejemplo, imaginemos por un momento el impacto que tendría requerir que para acceder a un puesto público de primera categoría la declaración jurada de bienes que deposite el funcionario esté sustentada en el historial de pago de impuestos de los diez años previos y de no hacerlo dentro de los tres meses siguientes a su llegada al cargo queda destituido y obligado a restituir al Estado los tres meses de salarios devengados. Una medida como esa sería un elemento disuasivo para el corrupto.
En resumidas cuentas, se trata de empezar a hacerle ver a la gente que, más allá de la fortuna mal habida del corrupto, la corrupción hace daño porque nos lastima a todos. La clave está en evidenciar como funciona su sistema y de cual manera nosotros vamos a desmontarlo, a sepultarlo para siempre.